domingo, 1 de abril de 2012

Kyofu

El tejado está mojado y no puedo subir, porque me mataría. Sigue chispeando, y no me apetece coger un catarro. Así que he de contentarme con contemplar el cielo desde el porche, escuchando al silencio y disfrutando de la fría humedad. Tengo la nariz fría, las manos y los dedos de los pies. Pero, en comparación, siento el corazón como un peso muerto y gélido en mi pecho. Tengo que concentrar mis energías en pedirle que siga batiendo. No sé ni por qué me molesto.
Las flores se marchitan con el paso de los minutos. Sus pétalos, alargados y sedosos, casi refulgen en su estrafalario color anaranjado. Sólo duran un día, a la caída del sol comienzan a desfallecer, como si tan solo pudieran nutrirse de su luz.
Estos días, las nubes se ciernen opresivamente sobre la ciudad, fastidiando la Semana Santa. No es que me importe demasiado, pero no podré quedar si llueve tanto como hoy.
El cielo es igualmente bello nublado. Se adivina la luminiscencia de la luna tras las algodonosas nubes, como si fuera una pantalla difuminada. Siempre me ha fascinado contemplar el cielo, podría hacerlo durante días. Cada estación es diferente, cada hora cambia.
Acunada por el golpeteo de la lluvia, medito sobre todas esas cosas que me dan vueltas a la cabeza.
<<¿Cuándo me he ido?>>
Quizás no te has ido, pero tampoco estás aquí.
Le echo de menos. Su ausencia, o mejor dicho, la falta de su cariño me impide respirar. Siento que las lágrimas regresan a mis ojos. Me trago el nudo de mi garganta y regreso, furiosa, a mi lectura. Qué comportamiento más infantil. ¡Pff! Seguro que pasará, y algún día me dirá en qué me he equivocado.
¿Y si no lo hace?
La vocecilla maliciosa de mi cabeza siempre quiere meter cizaña.
Calla, coño. Volvamos a la muerte de Edgar Linton.
Y así me dejo llevar por la lectura. Leer y dormir, ¿qué mejor anestesia?

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