Sentada en el banco, ella aguardaba pacientemente. No podía negar que estaba contenta, algo nerviosa. Se había arreglado el pelo, como no, y caía en lacios y brillantes mechones castaños a lo largo de su espalda. Llevaba su chaqueta favorita, sus vaqueros más bonitos. Estaba sentada en un banco de mustia piedra gris, el bolsito de piel rojo sobre las piernas, un libro de tapas vencidas en las manos. Los ojos color chocolate perfilados con delineador. Las pestañas de longitud imposible.
El sol resplandecía con intensidad en la cumbre del cielo, y todo brillaba bajo su luz y su calor
Alguien pasaba de vez en cuando frente al banco. Se dirigían sonrisas, saludos corteses, poco más. Alguna chica se sentó a su lado, y mantuvieron una charla insustancial mientras ella esperaba. Pero todos tenían prisas, y terminaron por irse. Incluso aquel muchacho de mirada ocre, o el alto chico de ojos pardos. Y ella se sintió extrañamente sola cuando se ponían de pie, le sonreían, y se alejaban.
No se había dado cuenta, claro, del chico delgado de ojos verdes que aguardaba algo o a alguien apoyado contra una columna.
Un poco de valentía, y ella se puso en pie, con su alegre sonrisa, y se aproximó con seguridad
Para entonces, las nubes se habían abierto paso hasta el sol varias veces. Éste parecía haber perdido parte de su brillo, pero aún se mantenía orgulloso, en lo más alto.
Ellos charlaron durante un rato. El sol descendía lentamente, y lo que ellos esperaban no parecía acercarse jamás.
Se contaron sus historias, esos cuentos lejanos de un pasado remoto. Hablaron de tonterías, y de aquello que sólo ellos, seres extrañamente similares, comprendían.
Los días se sucedieron. Cada tarde, ahí estaban los dos, sentados en el banco de piedra, o charlando junto a la columna de mármol blanco de él. Esperando.
Alguna vez, él habló con otra muchacha, nadie especial
Puede que en un par de ocasiones, ella abrazara un cuerpo que no era el suyo. Nada que importase
En el fondo, nada más
Minutos después, o puede que meses más tarde, hacia el crepúsculo, dos figuras aparecieron caminando por lados diferentes. Una chica y un chico. Los rasgos de él era difusos, poco definidos, el pelo crecía y se oscurecía, y luego volvía a parecer corto y rubio. Ella crecía, adelgazaba, su rostro se alargaba y su pelo crecía en rebeldes tirabuzones oscuros; o a ratos, estaba corto y ondulado, claro, con cada mechón apuntando a una dirección.
Aquellas personas se acercaron. Sus imágenes ocuparon su lugar con el tiempo. El rostro del chico de dieciséis años era anodino y común. Rodeó la cintura de la chica de los ojos marrones con su brazo derecho, la besó en la mejilla. Ella lo miró a los ojos largamente, curvando la comisura de sus labios, y él la besó brevemente. La chica no sintió la electricidad de ese contacto. No sintió nada en absoluto. Sólo otro par de labios más. ¿La diferencia? eran suyos.
La mente de la chica estaba teñida de un cálido verde oscuro.
El chico de los ojos bonitos cogió la mano de la otra figura, la muchacha morena de los bucles, y se alejaron un instante.
Los dos se miraron una vez más. Con cariño, con pena, con alivio
Pero quizás la historia acabe bien. Puede que, después de doscientos metros, se den la vuelta y se reencuentren. Puede que después de un rodeo. Puede que se abracen, o que queden para ir al cine o jugar a la play.
O quizás acaba bien porque ambos podrían considerarse felices, cada uno siguiendo su camino.
Puede que con la certeza de volver a verse algún día y compartir una de sus extrañas conversaciones.
No tiene porqué ser un final feliz
Tampoco tiene porqué ser triste.
¿Quién sabe?
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