Sus ojos parecieron cambiar de consistencia cuando dejé de temblar con los estertores de otro orgasmo. Adquirieron un brillo particular y se volvieron blandos, suaves, como si fueran a derramar algún sentimiento inefable. Había algo amable y sensual en el gesto con que me desabotonó el vestido, pero sé que no buscaba nada de esa índole; era solo mi piel, mis poros, que parecían llamarle y necesitarle.
A veces me asustaba necesitarle así. No en ese momento, sin embargo, cuando me abrazó, completamente desnuda, y me movió por el colchón como si no pesara nada. Me colocó en mi lado suavemente y me cubrió la piel hipersensibilizada con las sábanas y la colcha; mi piel acusó la frialdad de la cama vacía y eché de menos esa forma tan natural que tenía de tocarme, moviéndome como si fuera sencillo.
Adoré eso de él desde el primer día. Era difícil no darse cuenta de la seguridad con que caminaba, gesticulaba o hablaba; seguridad que imprimía sus gestos al tocarme. Yo estaba acostumbrada a alguien que lo hacía con familiaridad pero que no iba más allá de cogerme de la mano (fuera de la cama) y me derretía el descaro con que buscaba mi cintura y dirigía mis movimientos a su antojo, y no solo cuando se trataba de contener o acelerar mis movimientos sobre el colchón; su forma de explorar mi piel, acariciarla, recorrerla, presionarla o calentarla. Como si fuera la suya propia. Como si supiera cómo despertar o calmar cada terminación nerviosa a su antojo.
Y mi cuerpo responde..., y pide más. Pide sus dedos entrelazados con los míos al dormir, pide su mano enterrada entre los mechones de mi cabello. Pide que no haya otro calor, otro olor u otra suavidad que sentir, que apercibir.
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