Cuando me sobrevino, como una oleada, el escozor bajo los ojos, en el puente de la nariz, miré el suelo de nuevo. Noche fresca, silenciosa, césped artificial. Quise dejarme caer allí mismo, apoyar la espalda contra el muro y dejarme llevar por la angustia que me llenaba el pecho. Necesitaba vaciarme hasta que me dolieran los ojos y acusara el cansancio de los sollozos.
Pero me sentía sola y, sobre todo, impotente. Ni sabía qué hacer ni a quién recurrir.
Pero sabía qué necesitaba. Hogar, calor, familia.
Fui a buscar aquello que el cuerpo me pedía. Su abrazo, sus manos grandes, cálidas, amables, ese rincón de su cuello donde confluye su aroma con más intensidad, mezclado con perfume, desodorante, suavizante para la ropa y H&S. El cóctel mortal que empapa mi almohada y me abraza desde las sábanas; un "ven aquí, pequeña" que me trae recuerdos lejanos y agridulces. De alguna manera, por primera vez en muchos años, siento el respaldo fuerte y la seguridad del hogar y sé que no volveré a derramar una lágrima sola.
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