Sincronicé el modo despertador de mi smartwatch para que me avisara a las seis de la mañana, cuando volviera a abrirse la ventana de llamadas del mercado japonés, y me dispuse a echar una cabezadita con mi marido.
En cuanto sintió mi presencia en la cama, él mismo apartó las sábanas, aunque sin dejar de roncar quedamente. Estaba dormido, pero de forma superficial, inquieto..., probablemente en una fase REM del sueño. Se sabe poco de lo que ocurre en el cerebro cuando uno duerme, pero, en esta etapa, hay una gran movilidad de los ojos en las cuencas, algunos somos propensos a hablar o al sonambulismo, y se produce un intenso nivel de actividad cerebral. Se cree que se mezclan retazos de sueños con recuerdos, en tanto nuestra mente limpia, clasifica y reorganiza la información; aspectos que vivimos de forma bastante clara, aunque a menudo los olvidemos al despertar.
¿Fascinante, verdad? bueno, para mí, en ese momento, no tanto. Primero se apartó de mí, cosa extraña, y, al cabo de unos minutos, se reacomodó en torno a mi cuerpo: pegó su vientre a mi espalda, la mano entre mi músculo dorsal izquierdo y el colchón, la cadera contra la mía, frotándose ligeramente. Apartó un poco mi pelo, suspiró e hizo pastitas con la boca, acusando el exceso de salivación; pero seguía habiendo algo raro.
- Pin... se...sa...
Siguió murmurando un rato. Yo no podía dormir y aguardé, relajada, tratando de separar las palabras, dilucidar qué estaría soñando.
- Ángela..., mmmmh -. suspiró.
¡Hala, pues qué bien! No sabía si reírme o llorar, así que opté por lo primero, pero solo porque reír nunca es peor que no reír. Mi mente se hacía preguntas con la perezosa curiosidad de quien está despierta pero no mucho: Qué estaría soñando, si fue mi cuerpo o mi olor lo que pudiera haber traído el recuerdo..., o cómo se sentiría si fuera a la inversa y, en un descuido inconsciente (¿o subconsciente?), le llamase Bae entre las brumas del sueño. Me dije, irónicamente, que probablemente sería mejor que escucharme lloriquear ante una mano alzada contra mí u otras cosas peores que sueño con cierta frecuencia.
En ese momento, tomé la decisión de no decirle nada. Aunque en algún momento lea estas palabras, aunque solo fuera para que no se le cayera la boca de disculparse por algo que no tiene ningún sentido. Al fin y al cabo..., el subconsciente puede ser un grandísimo hijo de perra, a su manera, para cada uno de nosotros.
¿Habrá sido el pelo? quizá debería cortármelo...
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