A veces las emociones se me enredan en los dientes y me despellejo la lengua en un intento por hacerme entender. Pero solo porque he aprendido un par de cosas de la vida y sé que, uno, la persona que esté a mi lado no se merece el limbo y la incertidumbre que acompaña mis silencios y, en segundo lugar, callarse las cosas nunca lleva a ningún sitio (bueno).
A veces todavía es duro. Me digo que vale la pena el esfuerzo de rebuscarme el alma y pelearme con las palabras en lugar de mirar a otro lado, me enorgullezco de este rincón de olvidada locuacidad, de seguir siendo expresiva, irónica, oscura y, a veces, poética, aunque sea un poquito, aunque sea en el fondo. A veces, creo que lo estoy haciendo bien, pero sigue siendo un esfuerzo; y, entonces, él me pregunta que qué me pasa. Que si estoy bien. Saboreo en mi marido la misma ansiedad que veía en mi ex-pareja y vuelvo a sentirme pequeña, torpe, inútil, incapaz de hacerle llegar mis emociones, incapaz de despegar los labios, incapaz de levantar la mirada. El ciclo comienza de nuevo: soy una mala hermana, una mala hija, una mala esposa y una pésima amiga. Estoy haciéndolo todo mal con las únicas personas que me quieren bien. Soy un fraude de persona.
Pero tengo que salir a respirar en algún momento. Y, cuando lo hago, pienso que él no me conoce tanto como lo hacía Ale, aunque sea mucho más observador y el doble de inteligente. Y tengo que seguir peleando, cueste lo que cueste, darle tiempo, dejar de desviar la mirada y fingirme cansada cuando no me apetece despegar los labios.
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