Qué cercana, intensa e intangible es esta sensación. Es tan difícil arrancarme las palabras como separar las garras de mi gatita de una camiseta de algodón. Es difícil concentrarme en pensar, sentir, elaborar, fingir y seguir funcionando cuando el hastío y el pánico libran una pugna que se antoja milenaria dentro de mí.
Aunque, claro, nunca se hizo rápido o llevadero el sufrimiento.
Podría frivolizar, pero no. Lo he intentado durante unos cinco minutos, y en cuanto las cosas se han puesto difíciles, me he rendido. Ahora siento que he fracasado, más leña al fuego que alimenta lo asquerosa e inútil que me siento.
Soy un fraude. Y débil. Y ante la urgencia de hacerme una bolita y llorar y dormir hasta que acabe el año..., o abrir surcos de sangre en la piel para castigarme, tengo que admitir que tengo miedo y que necesito ayuda. Ahora que tengo un motivo para intentarlo de verdad, estoy dispuesta a tragármelo todo, arrancarme la piel y permitir que me den un baño de vinagre.
Han pasado 11 años, y mal que me pese, creo que es hora de volver a terapia.
Me merezco aprender a ser feliz.
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