Hay un señor frente a mí protestando sobre la hegemonía lingüística del inglés, reivindicando su italiano de formación. Claro. Resulta clásico hasta para sus más de setenta años, con sus escasas canas repeinadas, su traje demasiado grueso para esta estación del año pero bien ajustado, las gafas y el calzado a la moda, pero la bolsa de piel negra tan atemporal como la que llevara mi padre a trabajar allá por el año 2000, con su hebilla dorada y todo.
Nos mira desde arriba, desde su estrado elevado, tras un portentoso escritorio de madera oscura que ha perdido el lustre por el uso, con su ancho culo cómodamente aposentado en una silla acolchada (a diferencia de nuestras desvencijadas bancas de madera). No se mueve, a penas levanta la vista de los apuntes que nos lee, que nos dicta. Es como si hubiera una barrera entre nosotros, una absoluta separación espacial, temporal y hasta dimensional.
Y yo digo..., que bueno, que qué remedio tengo. Llevo cinco años ya en la universidad, y he aprendido que desgañitarme sobre las condiciones de estudio solo afectará a mi salud mental y a mis niveles de energía. Y que, aunque me gusta su voz profunda, eso puedo encontrarlo en cualquier podcast. Que me gusta el contenido, pero para oírlo con 800€ menos de matrícula en el bolsillo, bien podría leerlo por internet, de donde sea que haya descargado los libros y apuntes que tiene bajo las narices, en la cálida y reconfortante calidez de mi hogar; y sin cabrearme cada vez que pierda 20 minutos por no saber abrir un documento de word o entender una referencia en ingles.
¡Ah! ¡qué útil su italiano de formación!
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