Desvelada, para variar. El tiempo
parece no pasar. La ventana está cerrada, la persiana abajo y las
cortinas entreabiertas. La cubierta negra de mi libro resplandece con
sutileza sobre el suelo de mármol. No lo dudo, ¿qué sentido tiene
quedarme aquí, mirando un techo que a duras penas distingo en la
penumbra? Me pongo en pie, ligeramente mareada por el calor de la
habitación. Me enjugo el sudor de la frente con el dorso de mi mano,
tan pálida que casi brilla en la oscuridad. Alzo el pesado tomo y
llego hasta la puerta de puntillas. Ésta chirría sin necesidad de
que yo ponga la mano en la manija.
Fuera de mi habitación no hace más
frío. Es una noche curiosamente bochornosa de principios de mayo.
Camino descalza hasta el lavabo. Mi reflejo me devuelve una expresión
extraña, cansada. La clase de expresión que le achacas a un adulto
cansado de seguir adelante con una vida vacía. Me lavo la cara, y
las frías gotas de agua resbalan por mis ojos, humedeciendo mis
pestañas y arrastrando el maquillaje por mis mejillas, como si
hubiera llorado. Con parsimonia, tomándome mi tiempo, cojo una
toallita húmeda y retiro los negros surcos de mis mejillas, haciendo
de noche lo que me da pereza en el día.
Luego bajo la imponente escalera blanca
y me instalo en la salita, en mi cómoda mecedora azul, donde quepo
con holgura incluso encogiendo los pies sobre el asiento. El techo
acristalado deja pasar la pálida luz blanquecina de la luna.
Imponente, llena, fría. Las nubes plateadas cruzan con delicadeza
ese negro pedacito de cielo que alcanzo a ver, muy a duras penas.
Comienzo a leer, y mis ojos se topan
con una palabra que se atraganta en mi tenue voz mental; un nombre,
concretamente: Daniel.
Daniel. Dani, mi Dani. Durante muchos
días, he estado esperando tras la pantalla del ordenador. Un mensaje
privado, o a través de su novia tal vez. Espero, con lágrimas en
los ojos y un nudo en mi garganta a que me llegue siquiera una señal,
para saber que no me ha olvidado, que me echa de menos, quizás que
me quiere. O no, que me odia, que está mejor sin mí. Hasta eso
sería soportable si supiera con certeza que viene de él. Soportaría
ver el desprecio en sus ojos verdes, con tal de poder contemplarlos
una vez más.
Supongo que estará enfadado, mucho. No
querrá saber nada de mí. Ni siquiera pude despedirme de él, ni
siquiera eso. Ah, y pensar que no volveré a ver nunca sus ojos, su
sonrisa, a oír su voz, porque equivaldría a Sadomasoquismo.
¿Qué hacer?
Como proyectados por la fría luz de la
luna, mis amigos aparecen frente a mí. Pero no unos amigos
cualquiera, sino amigos vivos, amigos muertos, unos que estuvieron
mucho tiempo, otros que duraron días. Amigos que me acompañaron,
amigos que me cayeron mejor o peor. Amigos que, al fin y al cabo,
nunca existieron, solo en un millar de mentes.
Los personajes de mis libros
preferidos, claro.
Un hombre alto y grande, de piel oscura
y rizos de color negro, vestido como un campesino pero repeinado como
un marqués se deja caer, gruñendo, en mi sofá.
-¿Qué hacer?-me grazna
Heathcliff-¡Sácale el corazón y bébete su sangre!
Catherine Earnshaw se materializa a su
lado, mirándome con altanería primero, con sabia comprensión
después.
-No hagas nada de lo que puedas
arrepentirte. Piénsalo muy bien, porque puede convertirse en el peor
de tus errores, Cris.
Suspiro, sin responder. Ellen, la vieja
ama de llaves, se sitúa sentada en el escalón, manoseando
ociosamente los hilos sueltos de su labor de punto.
-Siguen siendo niños...-Comenta con
sorna. Luego los mira con severidad, riñéndoles-. ¡Deberían saber
lo que se siente al estar enamorado! ¡Sobre todo usted, Heathcliff!
Éste no da muestras de sentirse
ofendido en absoluto, siguen deleitándose de su sanguinolenta idea.
Luego hace acto de presencia Vida Winter, y solo puede sugerirme lo
que ya sé:
-Las palabras deben pronunciarse. Las
historias deben salir. Si no, enferman y mueren. Y luego te
persiguen.
El libro de Dianne Setterfield no
supone una gran ayuda para mí. Ya lo hago, ya lo digo, lo expreso.
Pero en voz bajita, en voz mental. Allá donde no sea necesario un
interlocutor, ni siquiera la voz. Sólo un trozo de papel, un
bolígrafo, o quizás un ordenador. Un sitio donde no me tiemble la
voz si lloro.
Vida Winter tenía razón. Mi historia
está muriendo. Luego ya no podré contársela al mundo.
¿Acaso existe fuente más perenne que
el papel?
-¿Entonces?-susurro a los muertos
productos de mi imaginación- ¿Le olvido? ¿Le pido perdón? ¿Me
arrastro?
Bipa, con sus blancos mechones de pelo
ondulado, con el rostro redondo, tal y como yo me la imagino, con su
ropa de piel....Bipa, la valiente Bipa, cogida de la mano de Aer.
-Lucha, sigue adelante. Olvídale si
con eso eres feliz.
-Tú fuiste a por él, arriesgaste tu
vida, tu felicidad y tu frágil equilibrio-le recordé.
Ella permanece en un silencio
enigmático, y Aer clava sus incoloros ojos en los míos.
-Persigue tus sueños, Cris. Quien no
arriesga, no gana.
Me removí, incómoda.
-No gana...Pero tampoco pierde.
Enma se interpuso entre la pareja y yo,
hinchando los carrillos de forma infantil. Se echó los rizos hacia
atrás, furiosamente. Era increíblemente bella...y superficial. La
celestina del libro que lleva como título su propio nombre.
-¡Si te pones así, podemos
encontrarle el lado bueno a todo!
El code Fosco balancea su enorme
barriga casi esférica por la habitación.
-¡Ah, querida! ¡Cómprate unos
canarios! ¡Alegran la vida!
Y silba alegremente, llamando a los
suyos.
Jane Eyre se mete en escena, cargando
al ciego Rochester. Katniss, con su pierna quemada y sangrando por un
oído, con varios puntos del cuerpo hinchados como pelotas de tenis,
me susurra que siga adelante. Peeta niega con la cabeza, sus ojos
azules me instan a salir corriendo y dejarlo todo atrás. Tanto
tiempo luchando...Tantos meses de fatiga...
Pronto ya no puedo contar las figuras.
Todos los libros, todos los autores, los géneros, los buenos con los
malos...Todos se ponen a discutir, su voz de alza furiosa. Sus
argumentos son incoherentes. Ya no me prestan atención.
-¡BASTA!-Grito.
Todas las imágenes me observan
calladamente durante un par de segundos. Luego desaparecen como una
nube de humo, con un tímido “Plof”
Oigo el crujido de una puerta cerrarse
y pasos en la escalera. Cierro el libro bruscamente. Cuando mi padre
irrumpe, alarmado, en la salita, los primeros rayos del sol tiñen
las cortinas de color ámbar. Me froto los ojos con inocencia,
fingiendo un bostezo.
-¿Estás bien?
Alzo mi límpida mirada hacia su rostro
suspicaz.
-¿Hmmm? Ah, sí, he debido quedarme
dormida, y he tenido...una pesadilla.
Arrastro las palabras, aparentemente
somnolienta.
Se acerca a mí y me palmea la espalda.
Yo acaricio el dorso de su mano, grande y tibia incluso durante lo
más crudo del invierno.
-¿Te apetece desayunar?
Me pongo en pie y estiro mis
entumecidas articulaciones, gimiendo
-¿Qué me ofreces?-esbozo una sonrisa
traviesa
-¿Qué hay deeeeeeeeeeee....Unos
churros con chocolate?
-Déjame a mí el café.
Le sigo hacia la cocina, tarareando
quedamente una melodía de vete a saber dónde.
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