Acaricio las gastadas tapas verdes por millonésima vez bajo la pobre luz, fría y titilante, del cabecero plástico de la cama. He quitado el protector de papel del libro en un intento de evitar más arrugas, manchas y desgarrones de los que ya tiene; una medida un tanto absurda, si consideramos que es uno de mis pocos libros con esquinas dobladas y pasajes subrayados. Supongo que eso refleja lo mucho que importa realmente para mí.
Las hojas amarillenas de papel reciclado, impregnadas de una década de olor a tabaco, salitre y a libro viejo, producen un airado susurro bajo mis dedos, como si no quisieran ser molestadas. Revelan la dedicatoria de trazo grueso y decidido con la letra redondeada y casi adolescente de mi hermana mayor, puedo verla inclinada sobre la encimera de la cocina, escribiendo en él con el bolígrafo bic (cristal) muy concentrada, marcando varias páginas por debajo con la fuerza de su escritura.
Un pitido distractor a mi derecha. Ella se sobresalta, una dilatadísima pupila hace su aparición con esfuerzo bajo el párpado pesado, que se vuelve a cerrar rápidamente. Las cejas se juntan en una mueca de disgusto; yo aferro su mano frágil y ardiente en la mía y retomo la lectura, con voz titubeante, en la inmensa soledad de la pequeña habitación de hospital
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