Es una pena que ahora no me acuerde más que de una nebulosa de un resplandor blanco cegador y de la sensación de pasar de la ilusión al pánico doscientas veces en medio minuto. ¿Sabría hacerlo? ¿repetiría los errores que otros habían cometido conmigo? ¿Y si le hacía daño?
De pronto, alguien me colocó algo pequeño, húmedo y tibio sobre el cuerpo. Una pequeña cabeza sonrojada, con el cabello enredado en mucosa y los ojos entrecerrados y ciegos, emitía agudos quejidos sobre mí sin llegar a llorar. Del todo.
Yo, por el contrario, sí lloraba. Una emoción indeleble, más intensa que la mayor de las penas y la mayor de las alegrías, se me desbordaba por los ojos. A mi lado, otro rostro pálido y un poco angustiado, traducía el debate con sus emociones a mi lado, los ojos de caramelo anegados en llanto contenido.
Acaricié aquella pequeña mejilla, pálida como la porcelana.
- Hola..., mi niño...
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