Una tarde, tumbada entre sus brazos en silencio, pensé en todas las cosas que me había hecho sentir en tan poco tiempo. Sentí que su recuerdo estaría allá donde mirase: cualquier cosa que le gustara, una canción romántica, una de nuestras bromas, un momento bonito oculto en las sábanas. Supe que, si él también se marchaba al final, esta vez me iba a costar mucho recuperarme y, más tarde, acabaría comparando a todo el mundo con él. Nadie estaría a su altura. Me había dejado huella.
Lo tuve claro. Había escuchado, leído, soñado mucho con el amor absoluto y perfecto de las novelas. Era la pieza que faltaba para darme sentido. El único, el verdadero, el definitivo. El amor de mi vida.
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