Lo único más melancólico que la oscura y húmeda frialdad del invierno que, en el fondo, me encanta, es no poder disfrutar de un día tan bonito como este: cielo despejado de vibrante azul, incipiente frescor otoñal que invita a buscar la tibieza del sol y un aplastante cansancio, condimentado con el hastío de vivir bajo techo constantemente.
Quiero sol, quiero luz, quiero vida. Yo, como buena plantita, vivo y me nutro de este clima tibio y cambiante; tras años considerándome firme defensora del frío, cuya dureza jamás había golpeado verdaderamente mis huesos, he descubierto que mi verdadera estación preferida no es sino la inter-estación, concepto que me he tomado la libertad de importar de la tradición China; de manera que lo que verdaderamente me gusta es ver cambiar el paisaje y disfrutar en mi piel los soplos, más o menos cálidos, más o menos secos, más o menos frescos, de las breves transiciones entre las dos estaciones existentes, lo que disfruto es cambiar el armario, adelantarme a los acontecimientos y pasar calor en el "otoño" temprano y frío en los albores del verano, que lo que me gusta es comprobar la previsión meteorológica día sí y día también en busca de nuevos olores, nuevos colores, grados arriba y grados abajo. Quiero esa suerte de excitación que produce el cambio, quiero aguardar los días largos en verano y los maravillosos atardeceres del invierno, quiero soñarme en sudaderas grandes y suaves, entre mantas y bajo el brazo protector de bae, quiero añorar el olor del mar en verano, quiero, quiero...
Quiero ver pasar el tiempo por mí. Quiero vivir para disfrutar de las cosas más o menos nuevas que trae cada día. Mientras escribo estas palabras, por primera vez en mucho tiempo (casi desde que comencé a trabajar), siento... esperanza.
Quiero vivir para disfrutar.
¡Vivir!
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