Y parece que no, pero la más perfecta de las felicidades existe, y está ahí, en esos brazos que me sirven de almohada y manta y me aprietan contra ese cuerpo cálido y suave, blando, perfecto como esta sensación de dicha y placer que hay en el intrincado nudo de nuestras extremidades, en sus bufidos dormidos contra mis rizos alborotados y mi piel, habitualmente fría,calentada por sus manos. Bañados por la penumbra de la noche, sonrío pensando en que, a pesar del calor que tiene, no me ha soltado, y una de sus manos baja por mi esternón y se aposenta lánguidamente justo sobre mi ombligo.
No ocurre nada.
Busco dentro de mí la habitual tensión, el miedo, la ansiedad. No sé si es porque está dormido y no es consciente de lo que está tocando, pero mi corazón mantiene su ritmo pausado y mis pulmones se hinchan perezosamente a cada inspiración sin emociones que los espoleen. Tentativamente, con cuidado, entrelazo mis dedos con los suyos para mantenerlos ahí, sobre la masa suave de carne redondeada, pálida y atravesada por gruesas cicatrices moradas, para que cure mis heridas con su abrazo.
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