En mi sueño, estoy caminando por las afueras de la ciudad. Me duelen las manos de frío, y un vaho impreciso se disipa con cada una de mis respiraciones. Las nubes bajas se asientan en una neblina gris que se come el color de todo cuanto me rodea.
El sol se está poniendo, escupiendo un intenso resplandor naranja que tiñe las nubes bajas de colores de fantasía, amarillos y rosados que se funden en tenues tonos purpúreos.
No quiero que se oculte el sol, pero los altos edificios ya se interponen entre su calidez y yo. La oscuridad se cierne sobre las plantas, los vehículos, las personas, y todo tiene menos vida que antes. Instintivamente, acelero el paso persiguiendo la luz; no pasa mucho antes de que empiece a correr, pero cuanto más resoplo, ansiando ese calor, más rápidamente se desvanece la alegría de la escena. El frío se intensifica hasta lo imposible y me encuentro tiritando, aterida y perdida en la negrura.
Y me despierto.
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