Hay quien dice que Junichirô Tanizaki es un gran escritor. Yo solo he leído una de sus obras, y me pareció aburrida, pretenciosa e inconexa; sin embargo, hay algo que debo concederle: Tanizaki sabe pintar imágenes con las palabras. No tanto porque te sientas parte de la imagen, sino porque te hace recordar e imaginar las sensaciones.
En eso estaba yo pensando anoche, a las tres de la mañana, mientras observaba la luz de la luna danzando contra el gotelé del techo. Ojalá tuviera un pincel mental para darle forma y colores a mi melancolía. No, no, ojalá pudiera prestar un cachito de mis recuerdos y sentimientos, brevemente, e inducir estos mismos sentimientos en otra persona.
En una cabezada, soñé. Soñé con el olor húmedo y el viento suave, con el sol tibio. Escuchaba el gorjeo del agua borbotando sobre las piedras, las briznas de hierba susurrando unas contra otras, y el silencio. Nada tan magnífico como el silencio, No la quietud absoluta zumbando contra los oídos, sino el tiempo detenido sobre mi cuerpo cansado. El aire, denso y pesado, entre los árboles distribuidos cuidadosamente en hileras. A un lado, un mundo de tierra húmeda y fresca oscuridad, al otro lado, pálidas y relucientes colinas eternas, hundiéndose entre montañas. Casi invitan a saltar y dejarse caer, rodando, entre el esponjoso verdor.
Un paso desplaza las piedras, y chocan contra sus compañeras según mi peso las empuja hacia abajo. Crujido, chirrido, crujido. La grava acusa mi existencia, entorpece el silencio de una forma curiosamente agradable, gratificante.
Pero yo no sé dibujar sentimientos con las palabras, como hace Tanizaki, así que esos recuerdos se quedan para mí...
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