Estoy sentada a la mesa del comedor de un salón que instantáneamente reconozco como mío, a pesar de no haberlo visto en mi vida. Es como imaginaría la casa de los Fairlie si hubiera vivido en la época del Londres victoriano: altas habitaciones muy recargadas, a mi espalda, grandes ventanales blancos dejan entrar una luz pálida y grisácea propia de un día nublado, el amarillo pálido de las paredes oculto tras un horror vacui de eternos cuadros pintados al óleo y grandes espejos de bruñidos marcos dorados. Por todas partes, muebles de madera tostada con enormes asideros, patas curvas, platos e imágenes sobre ellos, pequeños trapitos de ganchillo. La mesa de comedor no es una excepción, y contemplo un poco embobada la vajilla blanca de líneas azuladas (¿un remanso de mi mente se quedó con la cerámica Ming?) delante de mí, conteniendo una profusión de tostadas, salchichas, huevos, té, café, zumo... todas las cosas que básicamente no tomo para desayunar.
A mi lado está mi madre. No mi madre real, con su piel aceitunada, su enorme y preciosa sonrisa y su sencillo cabello liso y negro pulcramente recogido con un pasador. No es ella, y sin embargo una parte de mi mente la observa anonadada: está sentada en una silla, erguida en una postura completamente normal. A pesar de la tensión que se adivina en sus músculos y del ropaje pomposo, puedo ver los hombros finos, el pecho firme y la cintura estrecha, un cuerpo hermoso y esbelto. Su rostro, sin embargo, apaga la emoción de mi corazón con una expresión bastante desdeñosa y snob. Sus grandes ojos están ocultos tras un maquillaje muy poco natural, su piel artificialmente blanqueada, su hermosa sonrisa un rictus despreciativo, todo ello enmarcado por una cascada de tirabuzones oscuros.
Alguien se aclara la garganta. Un hombre calvo, gordo y sudoroso se restriega torpemente su gran bigote rubio con una servilleta de tela y carraspea de nuevo.
-Aquí, hmmm..., querida...
Me tiende una cajita verde de madera con un lazo ribeteado de blanco. Algo en él no me gusta, no quiero verle y mucho menos tocar algo suyo. ¿Y mi padre, dónde está? de pronto siento a mis hermanos mirándome en sumiso silencio desde el otro lado de la mesa en manso silencio.
-No lo quiero. - Siento la rabia bullendo dentro de mí, un sentimiento definitivamente anormal.
-Cristina.
Nadie me llama así nunca.
- ¿Qué?
Y de pronto estoy gritando toda clase de cosas insultantes, crueles. La clase de reproches que duelen en el alma según hieres y enfadas a la otra persona cada vez más. Y mi madre también me chilla, desquiciada, que ella puede amar a quien sea y que tengo que respetar a mi nuevo padre, pero por alguna razón parece inadmisible. En mi cabeza, Mr. Bigote-de-morsa-rubia tiene la culpa de que mi padre, sea por la razón que sea, no esté sentado a la mesa con nosotros. De que no esté en absoluto.
Así que salgo corriendo de esa falsa escena hecha un mar de pasos furiosos. Es curioso, cuando salgo del salón, el edificio cambia y vuelve a ser mi hogar, y la no siento los volantes y lazos de un vestido novelesco, solo la tirantez habitual de mis vaqueros según bajo las escaleras y huyo de la casa.
Según piso la calle me doy cuenta de que ya no estoy en la ciudad en la que crecí, y huelo a salitre. Incluso dentro del sueño pienso que es una escena digna de un drama de televisión. Giro hacia la derecha y echo a correr, experimentando una sensación curiosamente realista en el cansancio muscular y el ardor de los pulmones. El cabello me azota la espalda y mi zancada se alarga según llego a un pequeño puertecito de madera, con barandillas blancas y puestos de comida, todo con un aire muy a Boston. Sin pensármelo dos veces, queriendo huir, me paro en la cola delante de un pequeño buque impecablemente blanco y entablo conversación con una señora de aspecto bastante alemán, pelirroja y rechoncha.
Ya arriba, nos sentamos en el suelo bajo la luz rojiza del atardecer. Le hablo de mi nuevo padre y de la actitud despreciable de mi madre, y por alguna razón se me pasa el enfado según ella me convence de que debo amar y perdonar a mi familia. Entonces me doy cuenta de que no tengo ni idea de a dónde va el barco, y de que me da miedo correr semejante aventura, ya está bien de huidas novelescas. Le doy las gracias a la señora alemana y bajo corriendo por la escalerilla (preguntándome cómo es que no he pagado nada, ni nadie me lo ha pedido) con la intención de volver a casa.