martes, 23 de junio de 2015

Movimiento.

Un momento antes, mientras sus frágiles dedos acariciaban rítmicamente las castañuelas, había parecido una niña. Su cuerpo delgado y nervudo se camuflaba entre los pliegues y volantes del vestido, que contrastaba con su pálida tez en su oscuridad moteada de blanco. Allí sentada, pequeña y delgada, era como una muñeca disfrazada, maquillada para parecer mayor con esos labios rojos, los ojos verdes enmarcados por un halo negro, el cabello recogido en un moño bajo, con una flor.
Podía ver la concentración en sus labios entreabiertos, como sendos pétalos rosados sobre el blanco de su rostro, con la mirada brillante y vagamente perdida. Entonces, durante un instante, su sonrisa relampagueaba devolviéndola a la vida como un amanecer abriéndose paso en un día nublado, puro, virgen y bello. Luego, entre taconeos y vueltas y revuelo de faldas, la vi como la mujer que nunca me había parecido, como la rosa blanca que llevaba prendida del pelo. Grande, orgullosa, florecida, fuerte y delicada; perfecta. Aquella noche Ana brillaba con luz propia, resplandeciente con su inmaculada blancura etérea.
Tan pronto como me propuse juzgar el espectáculo con el ojo crítico de un artista me di cuenta de que mi amiga se había convertido en una obra de arte en movimiento.

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