Últimamente paso demasiado tiempo pensando en cómo escribir, como si la estética predominase sobre el contenido por una vez. Y en el proceso, como suele sucederme, me he frustrado, olvidando el motivo que me lleva a recurrir a este blog una y otra vez, y por consiguiente a seguir escribiendo. El motivo que me llevó a convertir las letras en mi sueño y modo de vida.
Tanto tiempo pensando en cómo escribir lo que quiero escribir, y los sentimientos se me han estancado dentro una vez más. Ahora intento desenredarlos, y eso solo consigue que siga pensando y me sienta más triste.
Si Nietzsche pudiese leerme, se enfadaría mucho. La vida está hecha para ser vivida, no para ser pensada.
Pero Nietzsche, como todos los filósofos, estaba un poco pirado. Si ni siquiera él vivió según su filosofía, ¿cómo podría yo?
Cada vez que trato de poner por escrito cómo me siento y por qué, tengo la sensación de que soy sumamente ridícula. Así que quizá sea mejor idea tratar de contar cómo son esas ideas.
Son densas. Se instalan en mi pecho, y saben a ese pinchazo agudo en el puente de la nariz que anuncia a las lágrimas. O a metal, como cuando me muerdo la lengua y sangro.
Esa sensación aparece en los momentos más habituales: cuando estoy aburrida. Cuando leo. Ese momento de oscuridad y parpadeos justo antes de dormir...; o quizá no siempre. A veces me pierdo en la explicación, en las palabras de otras personas. Es como si mis pensamientos fueran una hoja en medio de una ventisca, dentro de mi cabeza, y todo lo demás nadase en mantequilla antes de llegar hasta mí.
Es también como olvidar lo que estaba a punto de hacer. Perder el hilo de los pensamientos. Y tener pesadillas en las que me ahogo. Como si mi cerebro fuera un pulmón con demasiado CO2 y demasiado poco oxígeno.
Es un cúmulo de estupideces. Me equivocaba: sigo sintiéndome ridícula. Mejor dejo todo esto ya,
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