Cuando abro los ojos, no sé dónde me encuentro. Poco antes me hallaba
bajo el sol del medio día. Me incorporo, sacudiéndome las sábanas. Estoy
sudando. Siempre me ha sentado mal el verano. La culpa es de él, de mi
mejor amigo, siempre empeñado en oficiar de Celestina, metiéndome ideas
extrañas en la cabeza.
El aire acondicionado está apagado, y la ventana cerrada. Alguien quiere
que me ase viva, pienso. Salgo de la habitación, descalza, derechita al
cuarto de baño. Un vistazo en el espejo me basta para darme cuenta de
lo espantosa que estoy. Piel clara y cetrina. Rostro sudoso. Los rizos,
enredados, apelmazados, encrespados. Dado el húmedo
calor perenne, siempre duermo en verano con una camiseta ancha de manga
corta y mi ropa interior. Qué más da, nunca hay visita. Así que me lavo
los dientes, minuciosamente, y cuando mi aliento al fin huele a menta,
ya me siento un poco mejor. Me deslizo por las baldosas y bajo la
escalera rosa de la cocina.
Horror.
No, eso es poco.
Porque mi hermana, elegante y risueña como siempre, está charlando con
un muchacho alto y fibroso de ojos verde esmeralda. Sobre la mesa hay
una coca-cola.
Demasiado tarde para retroceder. Me ha visto.
Salgo flechada escaleras arriba, huyo a la asfixiante seguridad de mi habitación.
La puerta se abre tras de mí. Ojalá tuviera mi plancha del pelo a mano. O
un pijama elegante, bonito, o como poco sexy. Pero no.
Entra detrás de mí. Me arden las orejas.
Le miro fijamente desde detrás de mi almohada.
Ninguno puede contener la risa mucho rato. Hay demasiada emoción contenida en el reencuentro. Hasta que n.os damos cuenta de un pequeño...ehm...dato...
Estamos en mi habitación
Solos.
¿De verdad es una pesadilla? Me río de mi subconsciente. Maldigo las ideas extrañas de mi amigo.
¿De verdad podría considerarse, por un momento, mal sueño?
Lo dejo al criterio del lector.
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