Papá me subió al pollete de la ventana del hospital. Llevábamos tanto tiempo allí, que todo estaba lleno de nuestras cosas: ropa, periódicos, una nevera llena de agua fría. Porque hacía calor, creo. Recuerdo que mi padre siempre dejaba las gafas de sol junto a las llaves, la cartera y todo lo que llevara en los bolsillos sobre el periódico en la ventana, como lo recuerdo agitando el polo contra el cuerpo para refrescarse, entrando en la habitación.
No es un mal recuerdo. Después de tantos meses y años en hospitales, no todo es malo. Que me dejaran ver a mamá nunca era malo. Aquella tarde en concreto, papá había abierto las ventanas y podía sentir el aire con más intensidad debido a la altura. Lo oía silbar contra el edificio. En esta escena -este fotograma- papá había comprado chucherías en el Galenas de la planta baja (que por cierto, aún sigue ahí) y estaba enseñándome a hacer pompas de chicle con un clix de fresa. Me decía que pusiera labios de beso y que soplara, y luego recogía los hilillos rosas que se me pegaban a la barbilla. Había más personas en aquella habitación, en un ambiente agradable contagiado por el optimismo del verano
Aprendí muchas más cosas en el hospital. Aprendí a enumerar los dedos de mi mano, y a silbar. A menudo leía y dibujaba en los periódicos viejos. También nombres de huesos, y un poco de cómo funciona el cuerpo. Me compraban dulces y helados cuando iba, y bebía zumo en la sala de descanso de los enfermeros, a quienes aún les agradezco mucho a pesar de los nombres que he olvidado.
No todos los buenos recuerdos son esporádicos y antiguos. Muchos son recientes. Acostumbrada a atesorar cada minuto que paso con mi familia, recuerdo con cariño almorzar con mi padre. Los cafés de la máquina Marhan Vending y las cuñas de chocolate gigantes de la pastelería que hay en la acera de enfrente de urgencias. También los bocadillos vegetales viendo Velvet y bebiendo Bifrutas con mamá, y las camas gitanas, y las muchas, muchas horas de charla, y todos los libros de cuentos que le he leído para que se durmiera.
Cada vez que fui, lo consideré un pequeño triunfo. Cuando me permitieron ir. Cuando me dejaron entrar en UCI. Cuando empecé a ir sola, en el autobús. La primera noche que le cogí la mano para dormir desde el sillón de piel plastiquera. Cada vez que confiaron en mí fue una victoria personal, y eso, a su modo, también es un buen recuerdo.
Y creo que ya está bien por hoy.
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