Habitualmente, y desde que mantenemos relaciones sexuales, siempre me cubro el cuerpo. A veces no nos da tiempo a terminar de desvestirnos, pues el anhelo de volver a unirnos es más fuerte que todo lo demás, pero no es la norma general.
Aquel día, sin embargo, yacíamos desnudos y sin resuello sobre las sábanas húmedas y sobadas en la penumbra gangosa de la habitación.
De pronto sentí un cosquilleo en la piel y el lento deslizarse de sus manos grandes y cálidas. Me puse rígida, porque aunque sus manos habían estado en todas partes unos minutos atrás, nunca me había dejado tocar por nadie de ese modo.
Aparté sus manos, con firmeza, pero sin ser brusca.
- Ahí, no.
- ¿Por qué no?
- No es agradable.
- Tienes muchas estrías.
- Sí.
- ¿Por qué son de este color?
- Porque son recientes.
- Ah.
Tiré de la sábana con los pies, y de algún modo soporté su peso liviano adhiriéndose a mi piel sudada.
- ¿Adelgazaste o engordaste?
- Un poco de cada. Ahora estoy más delgada.
No, no había orgullo en mi voz.
- ¿Te avergüenzas
- No, pero no me gustan. *****, no le des más vueltas al asunto.
- Claro que son feas, pero porque son como cicatrices de guerra, contando una historia.
Acto seguido me destapó para besarlas, y yo se lo permití. Besó las estrías bajo mis brazos, en el nacimiento de mis senos, en mis riñones, en mi estómago, en mis muslos y en mi espalda. Observó detenidamente la forma, longitud y grosor, el color. Rosadas, plateadas, amoratadas o nacaradas. Todo ese montón de piel flácida.
- Ya basta.
No era la primera vez que lo miraba, pero sí la primera vez que lo veía. No pude evitarlo: le besé.
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