Yo estaba bien. O todo lo bien que puedo estar: estable. Estaba contenta y fuerte, feliz de esforzarme por ganar salud.
Doy un paso al frente y un escalofrío me recorre la espina dorsal ante el frío cristal del peso. La pantalla se ilumina y titubea un poco, yo solo puedo pensar que anoche comí demasiado y que tengo náuseas.
Me escupe su veredicto y siento ganas de llorar. Me abrazo, tiritando bajo el frío aguijonazo de una mañana de diciembre, aprieto ansiosamente los dedos contra las costillas cada vez más pronunciadas.
Cinco kilos menos. Ansiedad, pena y rabia. Enfermedad, debilidad, vulnerabilidad. Frío, muchísimo frío constante.
Alivio, también. Jamás he estado tan delgada. A una parte de mí le gusta lo que ve y me aterra; pero cuantas más capas me quito, más cerca estoy del acero que llevo dentro. La resolución me quema en las venas cuando me bajo de la báscula... Y voy a prepararme el desayuno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario