Solo su mano se movía: el pulgar arriba y abajo sobre el dorso de la mía. Los labios de ambos entreabiertos, congelados y anhelándose; me pregunté si podía escuchar mi corazón retumbando contra el pecho en un latido tan rápido que, al oído, sonaba como una nota sostenida. Como un colibrí. Tuve miedo de esa reacción desaforada, pero incoherentemente pensé que no me importaba que el mundo acabase en aquel momento.
Fue perfecto. Fue real. Fue nuestro.
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