Empiezo a darme cuenta de que estoy bailando al filo de la navaja. Mis pasos no son tan seguros como solían ser, de modo que miento cada vez que digo que controlo lo que estoy haciendo. Sé que mi régimen se parece más al que haría una obesa mórbida que tratase de perder... qué se yo, 100 kilos en un año en lugar de 10. Sé que estoy empezando a escatimar, a colar pequeñas mentiras, y que nunca he tenido intención de comer más, como prometí, cuando empiece a hacer ejercicio.
Pero tengo que obligarme a hacer esas pequeñas cosas que odio, como comerme un yogourt a la semana sin desnatar, o concederme un capricho un día. Las raciones que antes se me antojaban normales se han vuelto enormes, imposibles de comer, y tonterías como la perspectiva de ponerle un poco de queso a mi pizza casera son un mundo para mí. Ahora es quizá cuando más me doy cuenta de que tengo un problema que a veces parece una sombra en mi cabeza, y otras es un muro de hormigón que lo cerca todo. Y a pesar de ello tengo que apretar los dientes y obligarme a tragar, y arrancarme la verdad de la garganta aunque escueza, correr todo lo que me permita mi cuerpo y comerme la comida antes de que ella me engulla a mí. Solo así puedo yo luchar y ganar esta batalla.
Por fin ha llegado el momento de salir de esto.
Por fin ha llegado el momento de salir de esto.
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