A veces me siento como si nadara en el océano en medio de la noche. Sin luz, sin oxígeno, en un ascenso continuado que no me lleva a ningún sitio. A veces me pregunto si estoy nadando para salvarme, o para hundirme; y sin embargo, sigo pataleando, braceando, aunque me ardan los pulmones, por toda esa gente a la que no puedo hundir conmigo cuando deje de respirar.
Y entonces se produce un flash inesperado, un halo de luz fugaz y consistente que ilumina la salida para mí. De este modo, los gestos más repentinos se convierten en mis indicadores de hacia dónde dirigirme si quiero salvarme: un beso, una frase bonita, una tarta con amigos y una carta de Hogwats con su sello y todo.
Pequeños recordatorios de que vivir merece la pena.
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