No puedo dormir. Son las 3 y 11 minutos y aquí hay una verdad esencial: no puedo dormir. ¿Cuántas cosas encierra una frase tan simple? En esas tres palabras se esconde el agobio de lo poco que me queda por descansar, y no solo por dormir. Son esas preciosas horas en que no tengo que escuchar a mi propia mente, fingir alguna emoción o hacer algo en concreto. En que no puedo dormir se encierran preocupaciones de mayor a menor grado de tontuna, y ese recoveco negro que me da miedo, y la pesadilla que tuve anoche.
Los párpados ni siquiera pesan, y recorro la silueta que dibula la luz de la luna en la superficie perlada del armario, un diseño de cruces y recuadros alargados de un color extraño, indefinido. Y esta voz mental, mi narración que no cesa, que no calla, y cuando se cansa de repasar por enésima vez en mis noches en blanco esta habitación se vuelve hacia mí, mis defectos, mis recuerdos, y repasa cada detalle de cada error que he cometido en los últimos años, los organiza y analiza por formas y colores, por temas y por gravedad. Así, al final, un amanecer vago y agotado me sorprende en medio de una pesadilla tardía de ojos abiertos, dentro de mi propia mente consciente.
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