Creo que estoy enamorada de Roma. Incluso ahora, sentada en la silla de polipiel de mi escritorio rellenando paquetitos de arroz (pre-boda) con la piel pegajosa de sudor, apenas puedo creer que haya estado allí. Ayer me despertaba con el apagado resplandor del amanecer iluminando las fachadas almohadilladas de los edificios hacia los adoquines, desde la Piazza de la Repubblica hasta el Coliseo, desde el Trastevere hacia la basílica de San Pedro del Vaticano. Y pensar que yo he estado ahí, absorbiendo el reflejo del sol en el Tíber, caminando entre su renacimiento tardío. Y pensar que recorrí el frío mármol del Apolo de Bernini con las yemas de los dedos, y vi la ciudad entera desde lo alto de la cúpula de Miguel Ángel. Y pensar, y pensar...
Creo que en esos instantes no pensaba demasiado. Ha habido momentos en que la emoción me podía y se me cerraba la garganta. Cuando me encontré los cuadros de la vocación y el martirio de San Mateo, las lágrimas pinchaban detrás de mis ojos. Ahora, en calma, me pregunto por qué me emociono tanto ante una obra de arte. ¿Porque sé lo que implican? ¿porque conozco la historia? ¿porque les he dedicado mucho esfuerzo y cariño? quizá simplemente se deba a que amo el arte. Distraídamente, cierro el cordel de la última bolsita en torno a la boquilla de poliéster, preguntándome si me emocionaría igual de caminar por la casa de Jane Austen, o si tuviera un original de Emily Brontë en mis manos. Es difícil de decir cuando he pasado una semana rodeada de Raffaeles, romanos, Berninis, Miguel Ángeles, Caravaggios y Cánovas.
Sólo puedo revivir estos momentos increíbles una y otra vez en mi cabeza. Oler a queso y a albahaca, y que se me haga la boca agua con el recuerdo de la acidez dulce de la panna cotta con frutos rojos. Recordar el alivio al entrar en la fresca humedad casi en penumbra de las iglesias, pensar en la enormidad de todas las obras de arte por encima de mi cabeza, el tacto arenoso de las piedras y columnas en el foro romano. Pienso con el mismo cariño en quienes han hecho este viaje conmigo, porque lo han convertido en algo inmejorable: recuerdo las risas de los chicos, y a mi hermano cubierto de helado de chocolate tratando de decir area videosorvegliata, y el tabú bajo el nombre de Bernina, y el Templo de Apolo para todo.
Esta es una de esas cosas que nunca se olvidan.
Gracias, gracias, Roma. Nos vemos pronto, lo prometo... ¡Ciao!
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