Mis ojos insistían en buscar el resplandor sobrenatural de la luna que amenazaba con asomar por el reborde de aquella espesa nube de un oscuro gris ceniciento. Ese resplandor azulado que describen en estúpidas páginas como estas y crees que nunca llegarás a ver. ¿No se supone que la luz de la luna es plateada? blanquecina, si me apuras. Y en realidad, ni siquiera ilumina tanto. Las noches sin luz artificial son oscuras como boca de lobo, aunque se puedan ver las estrellas, no alcanzas a visualizar tus propios pies.
Quería ver la luna con el ansia de quien espera el estribillo de una canción que ama. Como oír Strobe en la idiosincrasia progresiva del maldito ratón. Y de hecho, un trozo de nube desapareció y la luna, redonda y plena con su resplandor sobrenatural, era todo lo que prometían mis expectativas, y tantos cientos de libros y poemas, y la génesis de un mundo más hermoso de lo que nunca alcanzaremos a imaginar realmente. Tan hermosa y perfecta que no podía menos que retenerla y describirla, y atesorarla como el viento entre las hojas y el olor a tierra seca, y los pies hundidos en arena, y el fino batir de las olas contra la orilla de una playa.