El tiempo, entre otros elementos, me castigó con saña.
Creo que se ha cansado de mis vaivenes: de ser precioso cuando toca estudiar o cuando quiero evitar algo que sé que va a suceder versus ser prescindible cuando estoy en la playa, paseando por la orilla de la playa con mi padre. Entonces, los minutos corren al ritmo de nuestras huellas marcando brevemente la arena blanda, oscura y húmeda, y nada importa tanto como el calor de su mano sobre la mía.
Pero el tiempo es también incertidumbre... como una gota de agua formándose lentamente sobre el vaho de un cristal frío. ¿Caerá? sabes que sí, eventualmente. Y si cae, ¿qué? tanto tiempo mirando la gota, admirando su fresca audacia, sabiendo que desaparecerá dejando un reguero de pequeñas gotitas en las que no vale la pena fijarse.
El tiempo eran hojas de un libro pasándose sin atención, y parpadeos temblorosos, ronquidos y miedo. El miedo, en concreto, estira las horas como si fuera un chicle, o queso fundido del que hace hebras que quieres cortar desesperadamente, pero se te pegan a las manos y a la barbilla. El tiempo es, en gran medida, la espera. Es ahí cuando eres consciente de que existe y pasa, a menudo para mal. Puños apretados, paseos, café, sudor frío. Mi espera.
Mientras escribo estas palabras, los minutos se transforman en unidades reciclables que debo aprovechar para dormir; y quizá mañana se repita el ciclo de gritos, bostezos, visitas inesperadas, "privacidad" y risas de alivio.
Nunca falta tiempo para bromear un poco.
La gota no ha caído. Aún no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario