Mi primera reacción fue admirar su belleza: era tan densa que permaneció igual que al caer, como si hubiera detenido el instante en el que se estrelló contra el papel formando un perfecto círculo con una serie de ramificaciones desiguales. No se había deslizado por el papel, sino que permaneció ahí.
Luego me pregunté de dónde había salido. De mí, claro, pero ¿por qué? mis labios estaban postillosos y ensangrentados de tanto morderlos, pero la sangre habitualmente se mezclaba pronto con la saliva, y era mucho más líquida. Luego volví a mis sentidos, y sentí el lento flujo cayendo desde mi nariz hacia el labio superior y hacia el vacío.
Me dolía terriblemente la cabeza.
Pensé que era la primera vez que sangraba por la nariz, al menos que yo recordase. Mamá me dijo una vez que es una forma de que el cerebro libere una cierta tensión, para no explotar. En ese momento sentía el cráneo tan palpitante y lleno que no me hubiera extrañado que estuviera repleto de sangre caliente y el cerebro se hubiera derretido allí dentro.
Suspiré. Terminé de lavarme la cara, cogí una caja de pañuelos y volví a mi escritorio casi con cuidado, como si no quisiera molestar a mi órgano más importante.
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