-Ya está, ven.-su acento musical de Canarias eriza el vello de mi nuca y me hace morderme los labios.
Me doy la vuelta. Mi esposo regresa a la kilométrica y esponjosa cama de matrimonio que ocupa prácticamente todo el extremo occidental de la suite. Su cuerpo enjuto, nervudo y moreno se hunde en el colchón de plumas, rodeado de cojines de satén y seda, de plumas de ganso, y oca, y vete tú a saber qué más pijeríos.
Delante de él, de una enorme pantalla plana con una resolución increíble, surge una musiquilla animada y los créditos iniciales de alguna de las películas de esa larga lista que tenemos por ver. Correteo hasta la cama, donde él abre los brazos y las piernas todo lo que puede, estirando las articulaciones; me hundo en el colchón a su lado, acurrucando la cabeza en su hombro y haciéndome una bolita. Descubro que él solo lleva unos pantalones de pijama de un tejido resbaloso e indudablemente caro, y yo uno de esos cortos camisones de satén y encaje que tan poco me gustan en la vida real. Así que me echo parte de la colcha por encima, y Ed me envuelve en un abrazo y comienza a acariciarme por el cuello, por la piel de los brazos, por la espalda; adormeciéndome la mente y despertándome todos los sentidos. Siento su risa retumbando bajo mi oído, pero no puedo ver la película o reírme con él, porque mi mente ya va a la deriva, embriagada con su olor a almizcle, la sensación de sus brazos entorno a mí.
La ciudad entera despierta a nuestro alrededor, justo cuando nosotros caemos en el sopor despreocupado que precede al sueño profundo, y que solo existe cuando te sientes completa, profunda e irrevocablemente feliz.
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