Siempre he considerado que soy demasiado pudorosa como para escribir en detalles cosas eróticas, insinuantes o nada que se le parezca; así que te puedes imaginar que cuando estábamos ayer en la cocina y tuve que confesar que había tenido un sueño húmedo, recé para que no me preguntaras de qué iba el asunto.
Pero si de creencias va la cosa, también tengo que admitir que pienso que es bueno ponerse retos a uno mismo, especialmente en términos narrativos, así que le he dado un par de vueltas a cómo te lo hubiera contado si hubiera tenido que hacerlo. Porque sigo soñando contigo, sigo fantaseando contigo y, como no te lo crees, te lo tengo que demostrar.
Siempre hay algo intangible y nebuloso en los sueños, una atmósfera que no se puede definir del todo. Lo primero que recuerdo es que abrimos la puerta del pequeño apartamento que he alquilado para nosotros, claro que en mi cabeza es mucho más bonito. Enciendo las luces y todo se llena de un brillo cálido, dorado, y nosotros, ahítos de vino y queso (porque todo el mundo sabe que los franceses tienen pocas cosas más interesantes) entramos riendo. A lo mejor estamos un poco borrachos, de mimos, de amor, de ganas contenidas de comernos a besos.
En mi sueño, hay grandes ventanas abiertas por todas partes: junto a la cama, entre los muebles descoloridos de la cocina, al lado del comedor. Sedosos visillos blancos las flanquean, y por ellas se cuela una brisa fresca que llama a una primavera temprana, porque en los sueños puede ser cualquier momento y yo no quiero pasar frío en los míos. Los cristales entreabiertos reflejan las luces de una ciudad que ya dormita, con su magia marmórea y atemporal. Tolouse (Lautrec).
Como habría ocurrido de estar despierta, su tacto aparta de mi mente todo lo demás con el ardor incendiario y contagioso de quienes no pueden vivir sin el otro, de quienes odian cada centímetro de distancia que separe sus cuerpos. Una mano grande y tibia se cuela bajo mi camiseta y palpa mi abdomen, mi cintura; un beso distraído en el cuello me hace girarme. Me recibe esa boquita roja y jugosa como si fuera mi hogar, mi lugar seguro; en uno de esos besos enfebrecidos que auguran todo lo bueno que puedas pensar. Una prenda de ropa menos. Un jadeo que se me escapa de entre los labios, a pesar de que no hay nadie que pueda oírme, esto es un sueño y no me importa lo más mínimo.
No sabría decir si fue una fantasía o un cúmulo de trozos de realidad. Lo que sí sé es que lo hicimos como a mí más me gusta, con todas sus piezas y sus partes, despacio, largo, sin ropa y a la luz, para poder saborearnos también con los ojos. Lo hicimos mirándonos, diciéndonos en voz baja y en silencio que nos queremos. Haciendo sonar las teclas favoritas del cuerpo del otro para oírnos gemir y suspirar, para alimentar nuestro ego y nuestro poder en un halago sin palabras. Recuerdo mis manos contra su pecho, blanco sobre blanco, y pensar que por fin encajo con alguien a la perfección, que nos habían hecho para unirnos y ser uno durante esos instantes en que compartimos cuerpo y mente.
El resto ya lo sabes, más o menos. Creo que me desperté porque estaba cerca de tener un orgasmo y me daba miedo delatarme a mí misma. Verás, hay una parte de la conciencia que sabe que estamos dormidos, cuando ya estamos cerca de despertarnos. Abrí los ojos a medias, sintiéndome húmeda y preparada, y poco me importaron la hora, la puerta entreabierta y quien hubiera tras ella cuando busqué alivio en esos labios tuyos, un poco perplejos.
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