He venido de nuevo, como quien recurre a un viejo amigo, a un viejo hábito. He venido como el alcohólico rehabilitado, que coge la botella siempre que las cosas no van como lo esperaba. He acudido a mi pequeño refugio como quien pasea, inconscientemente, hacia un sitio conocido. Mucho estaba yo tardando.
Cuando vives en tensión, los minutos parecen alargarse indefinidamente. Eso está bien, si tienes que medir todo lo que dices, porque cualquier mala expresión podría provocar una crisis de llantos y reproches en la que solo puedes agachar la cabeza y disculparte. Hoy, por enésima vez y a pesar de mis breve escapada, he vuelto a contener las lágrimas, mientras un dolor sordo ardía en mi pecho y me constriñe los pulmones aún ahora.
Eso es, me siento constreñida. Como un envase de zumo, aplastado por las manos del niño grande y caprichoso que es mi familia a veces. Es un tipo de daño diferente este, pero no deja de ser lo que es, y yo estoy familiarizada con el dolor y la pena. He crecido rodeada por él, otro viejo amigo.
Mucho se teoriza sobre la felicidad, de si es estado o emoción, conformismo perpetuo o espejismo. o mera ausencia de desdicha. Felicidad. Una palabra que suena extraña en mi mente ahora, como cuando repites el mismo término muchas veces. Fe li ci dad. Suena feo, suena mal. Desconocida, y a la vez familiar, tal vez porque siempre se me escapa de entre los dedos.
Como siempre que las cosas se tuercen en mi precario equilibrio, las palabras fluyen de mi mente prolija, pero soy incapaz de abrir la boca. Soy incapaz de hablar, me queman en el pecho las cicatrices torcidas, tropezando unas sobre otras, de una infancia y juventud de soledad, abandono y lágrimas. No puedo respirar. No veo luz, no veo nada. Si tan solo pudiera exteriorizar hasta qué punto me siento triste, cómo de cansada estoy, entonces quizá tendría un minuto de paz, asimilando que viviré como una pobre desgraciada, perseguida por mi pasado y mi presente lo que me queda de vida.
¿Qué he venido a hacer a este mundo?
¿Por qué sigo viviendo?
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