El día podría tener 48 horas.
En realidad, no sería tan mala idea. Podría dejar de vivir con la lengua fuera, podría dormir hasta 8 horas y combinar todas mis tareas con las cosas que producen placer.
En verano, los días son mucho más largos, y esa es una de las pocas cosas que me gustan de esta estación. Puedo levantarme, trabajar, limpiar, hacer ejercicio, descansar, pasar horas y horas leyendo, o viendo series, o jugando. ¿Por qué no? No sé muy bien si se debe al hecho de que mi horario no esté restringido por las clases o a la extrema longitud de los días, que comienzan a las siete de la mañana con las primeras luces y agonizan con un sol más bien lánguido y perezoso allá por las nueve o las diez de la noche.
Me pregunto, también, si estaría siempre igual de ocupada y exhausta si todos mis días transcurrieran de este modo, en un verano perenne. Si aprovecharía tan bien el tiempo como ahora, o, por el contrario, cedería a la densidad del aire recalentado por ese sol inamovible de justicia. Siempre parece que el verano es muy productivo hasta que se echa la vista atrás y se rememoran de verdad las circunstancias... pero también las sensaciones que distraen. Y aunque es cierto que me gusta el aire helado del invierno, cada vez le tengo menos aversión a la ardiente luminosidad veraniega. Puedo recordar vivamente el calor sobre la piel mojada, y el césped picando contra las pantorrillas a través de la toalla, e incluso la tirantez muscular propia de un cansado ejercicio es más llevadera cuando los brazos atraviesan la pálida superficie azulada del agua de un sentido a otro, una y otra vez.
Y el lento resurgir del sueño entre un enredo de sábanas frías, un aparato traqueteante escupiendo aire sobre el cuerpo estremecido, y al otro lado de la ventana un cielo tan azul que casi siento ganas de saltar y nadar sobre él.
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