Quiero leer, leer a Cortázar, pero hay un torrente de pensamientos que me lo impide. Estar lejos de mi ordenador me hace mucho mal, y necesitaba desesperadamente escribir. Es curioso, no puedo leer hasta que no escriba; es incongruente porque debería ser al contrario.
Efectivamente, estoy pensando en muchas cosas al mismo tiempo.
Recuerdo un día, en el hospital, mamá salió del baño y volvió a la cama casi con reticencia. ¿Quién querría estar en ese hoyo de gomaespuma?
- Cuando te vayas... ¿no nos vas a dejar de querer, no?
Había estado luchando desesperadamente contra la garra que me apretaba el corazón, pero en ese momento me atenazó la garganta. No quería mirarla, sabiendo cómo iban a brillar sus ojos, las cejas delicadamente arqueadas sobre ellos, la mueca de pena. No quería, pero me tragué el nudo y lo hice.
- ¿Por qué dices eso, mamá? claro que no.
La abracé. Su pómulo sobre mi pecho, sus hombros envueltos, acunada en lo más cálido y seguro de mí. Sabía que lo decía porque antes habíamos estado hablando de Naya, y de cómo me sentía desde que se fue a Utah.
- Mamá, esté donde esté, haga lo que haga, sois lo más importante en mi vida. - y mientras hablaba, las palabras cobraban la certeza y al fuerza de las epifanías.- Mi hogar está donde estáis vosotros, y vuestra felicidad es lo único que deseo en este mundo.
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