Para ser completamente honesta, odio correr. ¿A quién podría gustarle, de hecho? Me duelen los pies, me arden los músculos, me cuesta respirar y todo lo blando de mi cuerpo se bambolea y estrella contra los duros músculos y huesos que hay debajo.
Odio correr porque me estoy obligando a soportar esas sensaciones desagradables casi a diario por un objetivo que nunca alcanzo. Correr es frustrante.
Odio correr porque es lo único en lo que puedo pensar estos días; en que me siento atrapada y desearía poder correr sin rumbo, a toda velocidad, hasta que no pudiera más, hasta que encontrara algo, o a mí misma, quién sabe.
Y sin embargo... esprinto, acelero a pesar del dolor, buscando el sol que huye de mí brillando entre la cúpula de hojas del Yatsu Rose Garden, acompañada por el perezoso paseo de las aguas del río, acunada por la canción que se me haya pegado hoy, porque supongo que correr es un raro momento de libertad de mi cuerpo, mi mente, la gente, el mundo.
Y después ya no me queda nada, nada más que el cansancio pesado y blando de haber perseguido algo que no existe.
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