Sigue leyendo, y suspira. Es bueno realmente bueno. Corrobora su teoría de que el dolor es un incentivo para la escritura, y de que no es buena idea visitar blogs ajenos al suyo.
También se siente frustrada. Agacha la cabeza y contempla entre los enredos de cabello húmedo sus dedos, largos y regordetes, de los que solían brotar las palabras casi sin pasar por su cerebro. Tan solo acariciaba las teclas y ahí estaban sus pensamientos, y eran brillantes, pintaban todo un paisaje innovador que todos solían alabar. Entonces sus manos no eran tan blancas y suaves, ni lucían aquella manicura impecable largamente perfeccionada.
Alza una de sus manos inútiles y torpes y cierra la pestaña, con la mente llena de pensamientos críticos. Abre su blog y comienza a escribir, pero lo deja en borrador, y más tarde arregla el texto, y luce bien hasta que lo vuelve a releer, y lo borra y lo redacta una vez más, torpe y triste, frustrada por la misma felicidad, y lo publica y elimina la entrada, pensando el texto una y otra vez con palabras diferentes, idiomas diferentes, porque solo quiere ser mejor que los demás y no se da cuenta de que solo tiene que pensar en lo que siente realmente. Porque todo esto no es una competición ni ella tiene por qué ser mejor o peor que nadie, simplemente sincera. Sí, eso estaría bien.
Y llegada a una conclusión guarda el texto, decidida a no volver a buscar palabras para él de nuevo. Quita la música (un vals de Strauss) y sacude la cabeza, a sabiendas de que su actitud no tiene remedio. Secretamente se alegra de que así sea.
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