Una dulce música se cuela por la ventana abierta, agitando las cortinas. No estoy segura de cuánto tiempo llevo soñando, pero mi voluntad se me escapa mientras me observo levantarme y echar a andar hacia el jardín arropada por la colcha blanca de verano, que arrastra sobre el mármol escaleras abajo. Se oyen pianos.
Toda la casa está sumida en la negrura, solo visibles los contornos de los muebles. Si esto fuera una noche real, ya habría encendido todas las luces, buscando figuras inexistentes entre las telas y los rincones, acechando. Música de violines.
Salgo al jardín, donde la humedad me abraza, erizando mi moño deshecho y el vello de mis brazos. Una voz masculina canturrea demasiado cerca, la luna iluminando sus cabellos de plata y una mirada de musgo y avellanas. Me mira, pero sé que no me ve. La letra está en inglés, pero se pierde entre las cuerdas y el susurro áspero de su voz. No entiendo nada, no puedo pensar, no puedo ver.
El frío va ganando la batalla y su voz se desvanece mientras me despierto.
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