Y, de pronto, un resplandor verde se engancha en mis ojos.
Es él, lo sé, estoy segura. Lo conozco mejor que mi nombre.
Sintiendo la sangre bajo la piel, golpeando en las sienes, me pongo de pie, y antes de darme cuenta, estoy corriendo. Ya nadie teclea, ya ni siquiera existe el libro; mis ojos se deleitan en la curva de sus labios, el rápido aleteo de las pestañas que cubren el iris esmeralda brevemente. Abre los ojos, y puedo respirar, puedo reír, soy consciente de mi propia vida.
Le persigo, pero el tren se va. Se lleva su nuca encorvada, su mirada, se lleva sus bromas y su mente brillante. Se lleva mi aliento, mi felicidad, el latido de mi corazón.
Y mientras mis resquebrajados sentimientos se vuelven a romper en pedazos, la gente me sigue con la mirada, y yo no puedo entender por qué no vienen a rescatarme.
En el vagón, mi mirada perdida dice que pienso en él. No sólo en cómo su risa era capaz de anular mis pensamiento, ¿de qué serviría eso? Es más fácil recrearme en la más maravillosa de las sensaciones cuando dijo que me amaba. Tanto tiempo defendiendo que los sentimientos son producto de la mente para que mi cuerpo quemase de aquel modo...
Me recreé en él, que encarnaba el día más feliz de mi vida y también el más nefasto. Y yo que pensaba que no podría haber dolor más grande que el que ya había conocido, para que él destruyese mi mundo.
Ya no tiene sentido pensar en cómo era o qué decía. Tampoco en el adiós, ni siquiera en las cosas buenas. Jamás me he sentido tan viva y feliz como entonces, y basta saber que era lo más maravilloso de mi vida y que le perdí, le dejé ir.
En instantes como este, me siento Heathcliff.
El mundo entero es una atroz colección de testimonios de tu existencia. Y, sin embargo, no podías estar en aquel vagón; como tus ojos no están escondidos entre el mar de tréboles color jade en mi jardín. No era tu voz, solo el viento, y las palabras que parecen tuyas las he imaginado.
Podría enterrar mi corazón bajo tierra, por si algún milagro ocurre y vuelve a florecer.
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