Demasiados buenos recuerdos. Flashbacks aislados de mi
hermana leyéndome a Ovidio, o jugando con mi hermano (enfadada, claro, porque
mi impaciencia me hacía perder siempre). Pintando con mi padre, o entre los
olores del laurel, del puchero y de las patatas en la cocina, con mi
madre y mi abuela.
También recuerdo que la emoción me desbordaba cuando
salíamos de viaje. Todos los años íbamos a la playa por mi cumpleaños. Dos semanas
perfectas de arena y playa en las que mi padre no tenía que trabajar, mi madre
no estaba tan pálida ni tan delgada, y además me colmaban de regalos.
Cuando cumplí los ocho años más o menos, comenzamos a salir cada vez que teníamos ocasión. Pasábamos unos pocos días aquí y allá
una vez al año, luego fuimos ascendiendo hacia el norte hasta conocer
gran parte de España.
Hasta que...
Es fácilmente adivinable: mis peores recuerdos están
relacionados con ella. He crecido en hospitales, en UCIs y urgencias. Lo peor
era no comprenderlo del todo, y pasar largos periodos de tiempo sin poder
verla, sin poder cantar con ella, cocinar con ella, pedirle que me leyera o me
enseñase algo nuevo, cualquier cosa Las navidades rodeada de los extraños hostiles que son mi familia política. Pensar que era mi culpa, por haber nacido. Y otras imágenes que solo existen para perseguirme por las noches.
Pero ahora soy mayor, y no es menos duro. O sí, no lo sé.
Ahora puedo leerle yo, contarle historias, cantarle y hacerle los dulces que tanto le gustan; al margen de pinchar morfina, preparar nutrición y
memorizar una serie de nombres raros y tecnicismos que no quitan peso a mi dolor y a mi miedo.
El problema es que el tiempo, como las sombras al final del día, trepan por sus
huesos torcidos, se agarran a su translúcida y cetrina piel acariciando su
pómulo prominente, cerrando lentamente los ojos…
Me voy por las ramas, otra vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario