Después de tantos besos, ese fue probablemente el más bonito de todos. El beso que no quería dar, no debía, no podía. Pero lo hice.
Sí, tenía muchas ganas. Podría sonar egoísta, pero no quería verle sufrir, y no sé si esa fue la mejor manera. Huelga decir que no estaba muy lúcida, una de las combinaciones explosivas de Juan fue a parar a mi torrente sanguíneo, trastornándome la coordinación y el habla, nublando mi vista y mis ideas.
Pero allí estábamos, y besaba muy bien. Era muy dulce, en ese roce, en su forma de estrecharme, sentí todo el amor que llevaba meses diciendo profesarme..., con sus cartas de amor, sus mensajes de buenos días, su paciencia y buen humor.
No lo sentí, creí sentirlo.
¿Y luego? me dije que lo intentaría. Haría el esfuerzo por los dos. Y cometí el error de no decírselo.
Una semana más tarde, no me hablaba al verme conectada. Diez días después, no respondía a mis mensajes.
Tres semanas más tarde, salía con una chica que, como es obvio, no era yo.
¿Por qué me sentí tan herida y decepcionada? El golpe fue un duro mazazo a mi confianza, a mi cariño. Las lágrimas, calientes y feas, amenazaron con derramarse por mi párpado inferior pero yo no las dejé emprender su viaje. No, al fin y al cabo, ¿cómo iba yo a llorar por alguien a quien nunca había amado?
Así que me obligué a pasar página. Me obligué a ser algo más inteligente.
Me obligué a recordarlo siempre, para la próxima vez...
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