Por primera vez en mucho tiempo, no tenía prisa ninguna. No había nadie a quien esperar, ninguna hora a la que llegar a un sitio. Caminaba a buen paso, esa zancada lenta y grande que me resultaba tan cómoda tras mi experiencia en el Camino de Santiago. La estación apareció a mi derecha, el sol entre los barrotes alumbrándome de forma intermitente. Sabía cómo se veían mis ojos. Pasarían rápidamente de mi castaño oscuro habitual a un color bastante más cálido, bonito e incómodo, un color que daba hambre por su parecido a la miel. Entrecerré los ojos para ver mejor. El metro había llegado, oí el pitido que desaconsejaba pasar del andén al vagón y viceversa. Iba a perder ese tren, con toda seguridad, pero no tenía prisa.
Estaba disfrutando del corto paseo, escuchando a las personas, sus voces, sus pasos. Las ruedas de sus coches arañando el asfalto. Aunque el inclemente sol dificultara mi visión y perlase mi frente de sudor.
Eran las siete y poco de la tarde en Sevilla.
No había ningún tipo de aire acondicionado en la estación abierta, así que no sentí más alivio que el de la sombra al entrar. No había casi nadie, a pesar de ser viernes. Agradecida ante esta afortunada circunstancia, me dirigí a recargar mi tarjeta del consorcio. La máquina se tragó con rapidez mi billete de diez euros, y esto casi me hizo poner los ojos en blanco.
Pasé al andén. Siete minutos para el próximo tren.
Tomé asiento junto a una mujer de aspecto latino en uno de los frescos bancos, sintiendo el reconfortante peso de mi bolso junto a la cadera. Dentro, cuidadosamente embutido entre mi cartera y un abanico, había un libro de tapas duras y encuadernación negra, de apenas cuatrocientas blancas, rectas y nuevas páginas. Estuve tentada de sacarlo, pero nunca me ha gustado que me interrumpan, y siete minutos es muy poco tiempo.
El tren llegó, chirriando escandalosamente contra las vías. Con un silbido, las dobles puertas se abrieron, y dos o tres personas salieron. Claro, en la primera estación de la línea cero, Ciudad Expo, era de esperar que no hubiera ni un solo asiento ocupado cuando, parsimoniosamente, recorrí el vagón con los ojos. Tomé asiento en un lugar donde pudiese ver bien la trayectoria y la lista de paradas. Crucé las piernas, abrí mi bolsito de piel beige y extraje con mimo mi ejemplar de "Cazadores de sombras", que comencé a leer. Una parte de mi mente registró que un nuevo conductor entraba en la cabina, desde donde solo se veía la sonrosada piel de su coronilla. Oí un zumbido, y el aire acondicionado me hizo exhalar un suspiro satisfecho. Tras un par de pitidos de advertencia, las puertas se cerraron. Chirriando y traqueteando, el Metro de Sevilla se puso en marcha.
No me gustan los transportes públicos. Son lentos, incómodos y me dan sueño. Podía sentir la mirada airada de dos muchachas algo más pequeñas que yo. Cuchicheaban entre ellas, soltando estridentes risitas. No las miré, pero con toda seguridad llevaban su largo pelo lacio, sin gracia y muy largo. Vestirían algo colorido y probablemente corto, enseñando sus ombligos. Shorts y algún tipo de bambas o sandalias repletas de cuentas, eso seguro. E, incongruentemente, un montón de pulseras y cuerdas en ambas muñecas, tintineando, de colores chillones y llamativos.
Les eché un vistazo de reojo y comprobé que no había errado. Lo único que me faltaron fueron las mechas californianas sobre un pelo muy negro y un piercing con forma de aro en la nariz. En mi mente se dibujó la típica imagen de un toro negro sobre un fondo blanco y la palabra "septum", que me recordaba a algo de magia negra leído en algún cuento al azar.
Casi, caaaaaaaasi sonreí antes de volverme a lo mío.
Cuando la voz monocorde de una mujer anunció <<Próxima parada: Puerta de Jerez>> alcé la cabeza, sorprendida. Había mucha gente, demasiada para mi gusto...., aunque para mí siempre sean demasiadas personas, claro está.
Me precipité al exterior, desoyendo el aviso cuando las puertas comenzaron a cerrarse. Después de muchas lentas y exasperantes escaleras mecánicas, salí al exterior.
El sol derramaba su oro líquido sobre la catedral, arrojando sombras en todas direcciones, pronunciando sus complicados esculpidos. Los comercios estaban todos en plena ebullición: cafeterías, heladerías, bares, tiendas de ropa y zapatos... En aquel momento, con todos los extrangeros haciendo fotos a la Torre del Oro, sentados en el Starbuks o paseando entre los carriles del tranvía, Sevilla era la viva imagen de la vida, y de lo que más bonito encontraba del verano.
Me abrí paso a la sombra de los toldos que pude pillar, escuchando todas esas mezclas de ruso, chino, inglés, francés, alemán y vete a saber qué lenguas más. Pelirrojos, rubios, de ojos claros, pieles pecosas u ojos rasgados se confundían con ese acento pronunciado y característico de mi tierra.
Y cuando apenas había avanzado doscientos metros, entre los músicos que pedían limosna por la calle, un lamento se alzó por encima de todo el jaleo veraniego. Ya lo había oído otra vez. Esa misma canción, lastimosa, melancólica, tocó mi corazón, que empezó a trotar como si hubiera estado corriendo.
Mis oídos le localizaron antes que mis ojos. Era un hombre asiático, de unos cuarenta años. Su pelo negro no mostraba canas ni piel algunas, pero su rostro estaba marcado por manchas y profundas líneas de concentración y de sufrimiento. A pesar de la delgadez, se adivinaba una constitución fuerte en sus brazos enjutos y nervudos, en las anchas espaldas. Tocaba un instrumento de fabricación casera, no habría sabido decir qué. Parecía de latón, pequeño como un violín.
Me acerqué a él, hasta detenerme a un paso de su estuche. Sus rasgos me decían que era japonés, también las letras de la carátula de un CD destartalado e que se anunciaba a sí mismo.
Le miré largamente a los ojos, conteniendo un escalofrío. ¿Me reconocerían esos ojos negros y tristes?. La impotencia me pesaba como un ladrillo en el pecho, y lamentando no poder hacer más por él, me incliné y solté un par de monedas, las más grandes que encontraron mis dedos trémulos, contra el forro desgastado del estuche de terciopelo negro. El hombre inclinó la cabeza y murmuró con voz cascada, en español:
-Gracias.
Y sin embargo, yo le respondí en japonés:
-De nada.
Y le dediqué una sonrisa cuando abrió sus ojos todo lo que podía, en señal de sorpresa.
No podía recordar el tiempo que hacía que no le daba dinero a nadie. Ni un indigente, ni un artista callejero, pensaba al alejarme de allí. La melodía resonaba como un monótono soniquete en el fondo de mi cabeza, al igual que la otra vez. Recordé que también entonces había dejado dinero, en aquella ocasión en su sombrero, que descansaba contra el sucio suelo de piedra gris. Ahí estaba mi respuesta.
Por algún motivo, mi acto caritativo no me hizo sentirme mejor. Su melodía no dejaba de ser triste, y ese dinero de poco le servía. Sus ojos no iban a mostrarse más alegres.
Y la melodía no iba a dejar de oírse, en mi cabeza.
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