La chica abrió los ojos bruscamente en la penumbra del cargado dormitorio. No podía recordar qué había soñado, ni qué la había arrancado de los brazos de Morfeo de aquel modo.
La muchacha se levantó a trompicones. Le latía la cabeza No puso ningún cuidado en mover la litera o despertar a alguien. Sin embargo, ninguno de sus hermanos mayores se movió. Tampoco la respiración pausada y tenue de su abuea materna se alteró.
Descalza y de puntillas, ella se alejó de la habitación. Cruzó el pequeño salón hasta una puerta corredera de cristal, que traqueteó débilmente al deslizarse por el marco. La joven se sentó junto a la barandilla de la terraza, en una de las sillas de plástico blanco.
Una fina línea blanquecina se distinguía entre el azul del cielo nocturno y el negro del mar. Nada se veía, y ella se entretuvo en escuchar el rugido del mar, la madrugada de su 15 cumpleaños.
Era la imagen de la serenidad. Con los ojos despiertos y fijos en el difuminado horizonte. El sol estaba saliendo temprano aquel seis de septiembre. La chica permanecía perfectamente quieta. Los rizos castaños caían perezosamente por sus hombros, derramándose por su espalda, aplastados por la almohada.
Era imposible saber en qué estaba pensando.
¿Siempre tenía que extrañar a alguien el día de su cumpleaños?
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