Como todas las mañanas de mi anodina existencia, iba de camino a clase. A las ocho de la mañana, el cielo se había convertido en un manto gris ceniza propio de la salida del sol. Sentía agujetas en los gemelos, a raíz de la clase de Educación Física de la mañana anterior. La luz creciente y mortecina no alumbraba más que el tenue halo amarillento procedente de las destartaladas farolas. Los coches zumbaban a mi lado. Mis pasos resonaban en el silencio. Era consciente de ello, como lo era del color soso y apagado de mis ojos, la lividez cenicienta y casi cetrina de mi piel o la carencia de belleza en general en mi forma de ser. El trino de las aves amaneciendo. Una Alondra surcando el cielo fugazmente. Las voces quedas de los escasos viandantes, todos ellos adolescentes o las nubes color petróleo formaban ya parte del paisaje urbano. El penetrante olor de la gasolina me obstruía las fosas nasales y se me pegaba al paladar con un regusto agrio. La música era lo único que me impedía enloquecer en aquel paraíso de gris desvaído y maquinaria infernal.
Me dirigía con rapidez al decrépito y casi arrumbado edificio que constituía 1440 horas al año aproximadamente de mi vida. Un colegio de cierto prestigio, a priori, el cual me permito cuestionar.
El tiempo y el óxido habían hecho mella en el centro. Su dobre puerta de hierro, su fachada "blanca", y en todas sus obsoletas instalaciones. Un largo y angosto pasillo pobremente asfaltado, flanqueado de altos cipreses sin podar y decorado con un laberinto de forma oval pintado de colores ya mustios. Las losetas estaban surcadas de grietas, despegadas en algunas zonas. El aire estaba saturado de un fino polvillo, albero, que se adhería a la ropa y a la piel. Cuando hacía viento, lo mejor es cubrirse la cabeza con una maya, o acabas masticando arena.
Ahí estaba yo con mi inocente pensamiento sarcástico e inmaduro, imaginando largas siestas veraniegas, camisetas de tirantes y shorts. Nunca fui partidaria, sino más bien reticente del calor, y sin embargo me asemejaba a un saco de patatas con más capas que una cebolla.
Felizmente triste, autocompadeciéndome y enamorada hasta de las piedras.
Ay de mí.
Aquella mañana no pasó nada digno de relatar. Simplemente llevo con la vena escritora picajosa varios días, y tengo esto un poco abandonado.
Si en algo se me puede considerar responsable alguna vez, es en los estudios, la verdad. Entrego todos mis trabajos y deberes realizados con esmero, aunque sé que podría estudiar más para los exámenes y mejorar mis resultados. Siempre he estado avocada a la escritura, dicen muchos. Esto no se debe a mi "magnífica" (véase el sarcasmo) capacidad para construir frases correctamente, sino a mi buen uso de un vocabulario bien surtido. No en vano nací casi sabiendo leer. Llevo con un libro sobre las rodillas desde que tengo uso de conciencia. La verdad es que es mi pasión, enredar y perderme en una buena historia, disfrutar y sufrir con ella. ¿Y ahora? Hablo un inglés más o menos fluido, con buena pronunciación y acento neutro. Es el idioma que mejor se me da, y pese a mi escaso vocabulario de estudiante de secundaria en un colegio un poco deficiente, no tengo mal dominio. Construyo muy bien las frases, y de hecho, estoy mejorando mi capacidad en una academia privada de inglés, tres horas a la semana.
Un gran sueño, una enorme oportunidad.
Así que llegó la clase de naturales, y como la rubia y angloparlante profesora estaba de excursión con su tutoría, aproveché para despejar la mente escribiendo todo lo que pasara por ella. Resultó un ejercicio de lo más interesante, ya véis, mis queridos lectores, surgió esto...
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