La luz del sol brillando a través de mi ventana dice <<buenos días>>.
Hoy voy a ser más valiente de lo que fui ayer.
Tropezar y caer...
¿Cuándo voy a ser capaz de dejar de fingir?
A la izquierda o a la derecha, siempre haciendo lo contrario.
Sin embargo, en mi corazón todavía importa mucho lo que piensas.
Simplemente, me gusta perder el tiempo contigo.
Me gusta nuestra tácita armonía
Cuando el amor vino y puso los latidos de mi corazón en un frenesí.
Cuando estoy triste, aún te tengo a ti para convencerme, engañarme, burlarte de mí...
Entonces me doy cuenta de que tenerte es lo que hace que mi vida deje de ser monótona
A mí me gusta la sensación de que te preocupes por mí.
¡Es imposible predecir cuándo llega el amor...!
Solo después de que hemos llegado por el otro lado nos damos cuenta
de que el destino ha estado persiguiéndonos muy de cerca.
Y todo lo que puedo darte es una mano que agarre muy fuerte la tuya.
[Ai qing chuan ji men (When love walked in) - BY2]
jueves, 1 de agosto de 2013
martes, 23 de julio de 2013
Y si...
Si nos van a criticar hasta por respirar, mejor que nos critiquen por lo que somos.
Unforgettable
Me froto los ojos con cansancio, estirándome en la silla. Ésta emite su acostumbrado chirrido bajo mi peso.
Decido escribir un capítulo más en mi otro blog, ese que todo el mundo puede leer. <<O casi todo el mundo>> me corrige mi mente. Casi se me escapa una sonrisa. Luego, iré a dormir.
Rebusco por todos mis marcadores, que se me van acumulando. Vaya, tendría que hacer limpieza en mi ordenador pronto. Comienzo a borrar enlaces a esos cursillos de idiomas que ya he completado, o a esos libros que ya he leído.
En ese momento, veo el título: SUGUS.
En mi interior se revuelven sentimientos muy dispares: el anhelo, la añoranza, el enfado, la pena. Se mezclan, como una masa que quiere salir. O solo es mi cena, y lo que siento no son más que náuseas.
Y pincho sobre el enlace. Ante mí aparecen fotos de Sugus, esos caramelos masticables con sabor a frutas. También muchas letras de colores, y ese encabezado que yo misma escribí en la terraza de mi antigua mejor amiga: Somos coloridas, felices y difíciles de tragar. ¿Te unes?
Un nudo incómodo en la garganta me impede tragar. Las Sugus, mis Sugus. Nosotras, que durante casi dos años hemos atesorado la fecha de nuestro aniversario. Que siempre hemos estado juntas. Miles de recuerdos se sumaron a mi diálogo interno como flashbacks, mi imágenes de nosotras cinco abrazadas, o en la playa, en el rugby, de barbacoa. Recuerdos de todas las fotos que nos hemos hecho, recuerdos de quedadas, de...de... yo qué sé.
Sussy, la mamá de las Sugus. Mei y Vivi, las locunas. Mi unnie y yo, CristinaNayabel, inseparables.
¿Qué ha sido de mi conexión con el exterior? me pregunto ahora con amargura.
Por algún motivo, pensaba que no me importaban tanto. Pero, ¿por qué me siento triste?
Sigo releyendo las entradas más antiguas. No son muchas, el blog pronto fue olvidado. De pronto mi dedo se detiene sobre las ruedecilla y un título amarillo fosforescente llama mi atención: Sugus: Limón *3*
Pero no la he escrito yo. Otros dedos -más cortos que los míos, con las uñas mordidas y los nudillos rechonchos- teclearon esas palabras. Desquibiéndome. Refiriéndose a sus sentimientos por mí.
Mi barbilla se deforma cuando contraigo los labios. Me arden los ojos, mis lágrimas son calientes y feas, son la clase de goterones salados que me dejan los ojos como inyectados en salmorejo, la cara colorada, y agujetas bajo los pulmones de tanto sollozar. Son la clase de lágrimas de un sofocón. Las del agotamiento, las de una niña pequeña.
Decido escribir un capítulo más en mi otro blog, ese que todo el mundo puede leer. <<O casi todo el mundo>> me corrige mi mente. Casi se me escapa una sonrisa. Luego, iré a dormir.
Rebusco por todos mis marcadores, que se me van acumulando. Vaya, tendría que hacer limpieza en mi ordenador pronto. Comienzo a borrar enlaces a esos cursillos de idiomas que ya he completado, o a esos libros que ya he leído.
En ese momento, veo el título: SUGUS.
En mi interior se revuelven sentimientos muy dispares: el anhelo, la añoranza, el enfado, la pena. Se mezclan, como una masa que quiere salir. O solo es mi cena, y lo que siento no son más que náuseas.
Y pincho sobre el enlace. Ante mí aparecen fotos de Sugus, esos caramelos masticables con sabor a frutas. También muchas letras de colores, y ese encabezado que yo misma escribí en la terraza de mi antigua mejor amiga: Somos coloridas, felices y difíciles de tragar. ¿Te unes?
Un nudo incómodo en la garganta me impede tragar. Las Sugus, mis Sugus. Nosotras, que durante casi dos años hemos atesorado la fecha de nuestro aniversario. Que siempre hemos estado juntas. Miles de recuerdos se sumaron a mi diálogo interno como flashbacks, mi imágenes de nosotras cinco abrazadas, o en la playa, en el rugby, de barbacoa. Recuerdos de todas las fotos que nos hemos hecho, recuerdos de quedadas, de...de... yo qué sé.
Sussy, la mamá de las Sugus. Mei y Vivi, las locunas. Mi unnie y yo, CristinaNayabel, inseparables.
¿Qué ha sido de mi conexión con el exterior? me pregunto ahora con amargura.
Por algún motivo, pensaba que no me importaban tanto. Pero, ¿por qué me siento triste?
Sigo releyendo las entradas más antiguas. No son muchas, el blog pronto fue olvidado. De pronto mi dedo se detiene sobre las ruedecilla y un título amarillo fosforescente llama mi atención: Sugus: Limón *3*
Pero no la he escrito yo. Otros dedos -más cortos que los míos, con las uñas mordidas y los nudillos rechonchos- teclearon esas palabras. Desquibiéndome. Refiriéndose a sus sentimientos por mí.
Mi barbilla se deforma cuando contraigo los labios. Me arden los ojos, mis lágrimas son calientes y feas, son la clase de goterones salados que me dejan los ojos como inyectados en salmorejo, la cara colorada, y agujetas bajo los pulmones de tanto sollozar. Son la clase de lágrimas de un sofocón. Las del agotamiento, las de una niña pequeña.
<<¡Señoreeeeeeeeeeeeees! Suena pesado pero es que sí, tenía
que escribir sobre ella. Tan maravillosa, tan loca, tan ella. Es tan
ASDASDASDASD. Es adorable, mona, eso sí, cuidado que cuando quiere es una
gatita y araña (?) Nah, es demasiado buena como para hacerle daño a alguien.Es
muy amiga de sus amigas, su lema? Se podría resumir a: "Los problemas de
otros me dan igual, mientras no toquen a mis miagas" Y sí, esas somos
nosotras, las demás locas.
Se enfada relativamente poco, pero es mejor no tocarle mucho la moral, ese es el mejor consejo que se puede dar al hablar de ella xDD. Eso sí, es difícil de enfadar, siempre con sus caricas monas, y sus punyan.
Sus abrazos son mágicos (?) Son de los pocos que acepto, la verdad. Sus besitos al vernos, sus te quiero al despedirnos y sus: " Me va a tropellar un autobús y me caeré por las escaleras" Que es lo que me ha dicho antes de irse.
Sus preocupaciones y sus miradas al verme para ver si realmente estoy bien o mal. Es de las pocas personas que con un hola y una leve mirada sabe como estoy. A mí con ella me pasa absolutamente lo mismo.
Pensamos similiar, sí señor, el año pasado nos hicimos clones, inseparables.. Mejores amigas x3
Tantas cosas que decir de ella, tanto que expresar...
Seguramente veáis entradas como estas muchas veces y pensaréis: Que plasta es esta tía, pero a mí me gusta recordar quienes son mis mejores amigas. Las que me hacen feliz día a día, las que me apoyan y me sacan esa sonrisa tan complicada.
Te quiero Erande, mucho además <3 >>
Se enfada relativamente poco, pero es mejor no tocarle mucho la moral, ese es el mejor consejo que se puede dar al hablar de ella xDD. Eso sí, es difícil de enfadar, siempre con sus caricas monas, y sus punyan.
Sus abrazos son mágicos (?) Son de los pocos que acepto, la verdad. Sus besitos al vernos, sus te quiero al despedirnos y sus: " Me va a tropellar un autobús y me caeré por las escaleras" Que es lo que me ha dicho antes de irse.
Sus preocupaciones y sus miradas al verme para ver si realmente estoy bien o mal. Es de las pocas personas que con un hola y una leve mirada sabe como estoy. A mí con ella me pasa absolutamente lo mismo.
Pensamos similiar, sí señor, el año pasado nos hicimos clones, inseparables.. Mejores amigas x3
Tantas cosas que decir de ella, tanto que expresar...
Seguramente veáis entradas como estas muchas veces y pensaréis: Que plasta es esta tía, pero a mí me gusta recordar quienes son mis mejores amigas. Las que me hacen feliz día a día, las que me apoyan y me sacan esa sonrisa tan complicada.
Te quiero Erande, mucho además <3 >>
¿Por qué, por qué, por qué he tenido que leerla? ¿Waeeeeeeee? Me tiro de los pelos. Como si realmente hubiera podido quererme alguna vez. Como si...como si no me hubiera reemplazado a la primera de cambio.
Por qué, por qué, por qué.
Quiero golpear el escritorio, pero sé que me haré daño. Apago el ordenador, con impaciencia, con furia, tamborileando con las uñas sobre la superficie polvorienta del escritorio. Por qué, por qué echaré tanto de menos esos días. No lo comprendo. Por qué no pude quedarme en la inopia.
Pero las personas se van y los afectos mueren. Y luego, cuando se enfadan, te dicen todo lo que realmente piensan. Y luego, hay personas tontas como yo, que se sientan a echarles de menos.
Y luego nada, porque cojo un libro. Los libros sí que no se marchan nunca.
Me duele la cabeza. Va a ser una noche muy larga.
Una vez.
Una vez mi padre me dijo algo que no pude olvidar. Tampoco es que quisiera. Es algo que cualquiera quiere oír, especialmente de una persona especial.
Así que aquí estoy, atesorando sus palabras una vez más
Así que aquí estoy, atesorando sus palabras una vez más
"No se si te lo digo con más o menos frecuencia, pero no hay ni un solo minuto de tu vida que no me sienta con el mayor orgullo que un padre puede sentir.
Ante todo no olvides jamas que te quiero"
And then...
Las
historias no siempre tienen un comienzo, un nudo, y un desenlace. Simplemente,
llega un momento en que fijas la vista en el pasado y te das cuenta de cuándo
comenzó a ser relevante. De cuándo todo cobró sentido en relación con los
hechos posteriores.
sábado, 20 de julio de 2013
Compasión.
Por primera vez en mucho tiempo, no tenía prisa ninguna. No había nadie a quien esperar, ninguna hora a la que llegar a un sitio. Caminaba a buen paso, esa zancada lenta y grande que me resultaba tan cómoda tras mi experiencia en el Camino de Santiago. La estación apareció a mi derecha, el sol entre los barrotes alumbrándome de forma intermitente. Sabía cómo se veían mis ojos. Pasarían rápidamente de mi castaño oscuro habitual a un color bastante más cálido, bonito e incómodo, un color que daba hambre por su parecido a la miel. Entrecerré los ojos para ver mejor. El metro había llegado, oí el pitido que desaconsejaba pasar del andén al vagón y viceversa. Iba a perder ese tren, con toda seguridad, pero no tenía prisa.
Estaba disfrutando del corto paseo, escuchando a las personas, sus voces, sus pasos. Las ruedas de sus coches arañando el asfalto. Aunque el inclemente sol dificultara mi visión y perlase mi frente de sudor.
Eran las siete y poco de la tarde en Sevilla.
No había ningún tipo de aire acondicionado en la estación abierta, así que no sentí más alivio que el de la sombra al entrar. No había casi nadie, a pesar de ser viernes. Agradecida ante esta afortunada circunstancia, me dirigí a recargar mi tarjeta del consorcio. La máquina se tragó con rapidez mi billete de diez euros, y esto casi me hizo poner los ojos en blanco.
Pasé al andén. Siete minutos para el próximo tren.
Tomé asiento junto a una mujer de aspecto latino en uno de los frescos bancos, sintiendo el reconfortante peso de mi bolso junto a la cadera. Dentro, cuidadosamente embutido entre mi cartera y un abanico, había un libro de tapas duras y encuadernación negra, de apenas cuatrocientas blancas, rectas y nuevas páginas. Estuve tentada de sacarlo, pero nunca me ha gustado que me interrumpan, y siete minutos es muy poco tiempo.
El tren llegó, chirriando escandalosamente contra las vías. Con un silbido, las dobles puertas se abrieron, y dos o tres personas salieron. Claro, en la primera estación de la línea cero, Ciudad Expo, era de esperar que no hubiera ni un solo asiento ocupado cuando, parsimoniosamente, recorrí el vagón con los ojos. Tomé asiento en un lugar donde pudiese ver bien la trayectoria y la lista de paradas. Crucé las piernas, abrí mi bolsito de piel beige y extraje con mimo mi ejemplar de "Cazadores de sombras", que comencé a leer. Una parte de mi mente registró que un nuevo conductor entraba en la cabina, desde donde solo se veía la sonrosada piel de su coronilla. Oí un zumbido, y el aire acondicionado me hizo exhalar un suspiro satisfecho. Tras un par de pitidos de advertencia, las puertas se cerraron. Chirriando y traqueteando, el Metro de Sevilla se puso en marcha.
No me gustan los transportes públicos. Son lentos, incómodos y me dan sueño. Podía sentir la mirada airada de dos muchachas algo más pequeñas que yo. Cuchicheaban entre ellas, soltando estridentes risitas. No las miré, pero con toda seguridad llevaban su largo pelo lacio, sin gracia y muy largo. Vestirían algo colorido y probablemente corto, enseñando sus ombligos. Shorts y algún tipo de bambas o sandalias repletas de cuentas, eso seguro. E, incongruentemente, un montón de pulseras y cuerdas en ambas muñecas, tintineando, de colores chillones y llamativos.
Les eché un vistazo de reojo y comprobé que no había errado. Lo único que me faltaron fueron las mechas californianas sobre un pelo muy negro y un piercing con forma de aro en la nariz. En mi mente se dibujó la típica imagen de un toro negro sobre un fondo blanco y la palabra "septum", que me recordaba a algo de magia negra leído en algún cuento al azar.
Casi, caaaaaaaasi sonreí antes de volverme a lo mío.
Cuando la voz monocorde de una mujer anunció <<Próxima parada: Puerta de Jerez>> alcé la cabeza, sorprendida. Había mucha gente, demasiada para mi gusto...., aunque para mí siempre sean demasiadas personas, claro está.
Me precipité al exterior, desoyendo el aviso cuando las puertas comenzaron a cerrarse. Después de muchas lentas y exasperantes escaleras mecánicas, salí al exterior.
El sol derramaba su oro líquido sobre la catedral, arrojando sombras en todas direcciones, pronunciando sus complicados esculpidos. Los comercios estaban todos en plena ebullición: cafeterías, heladerías, bares, tiendas de ropa y zapatos... En aquel momento, con todos los extrangeros haciendo fotos a la Torre del Oro, sentados en el Starbuks o paseando entre los carriles del tranvía, Sevilla era la viva imagen de la vida, y de lo que más bonito encontraba del verano.
Me abrí paso a la sombra de los toldos que pude pillar, escuchando todas esas mezclas de ruso, chino, inglés, francés, alemán y vete a saber qué lenguas más. Pelirrojos, rubios, de ojos claros, pieles pecosas u ojos rasgados se confundían con ese acento pronunciado y característico de mi tierra.
Y cuando apenas había avanzado doscientos metros, entre los músicos que pedían limosna por la calle, un lamento se alzó por encima de todo el jaleo veraniego. Ya lo había oído otra vez. Esa misma canción, lastimosa, melancólica, tocó mi corazón, que empezó a trotar como si hubiera estado corriendo.
Mis oídos le localizaron antes que mis ojos. Era un hombre asiático, de unos cuarenta años. Su pelo negro no mostraba canas ni piel algunas, pero su rostro estaba marcado por manchas y profundas líneas de concentración y de sufrimiento. A pesar de la delgadez, se adivinaba una constitución fuerte en sus brazos enjutos y nervudos, en las anchas espaldas. Tocaba un instrumento de fabricación casera, no habría sabido decir qué. Parecía de latón, pequeño como un violín.
Me acerqué a él, hasta detenerme a un paso de su estuche. Sus rasgos me decían que era japonés, también las letras de la carátula de un CD destartalado e que se anunciaba a sí mismo.
Le miré largamente a los ojos, conteniendo un escalofrío. ¿Me reconocerían esos ojos negros y tristes?. La impotencia me pesaba como un ladrillo en el pecho, y lamentando no poder hacer más por él, me incliné y solté un par de monedas, las más grandes que encontraron mis dedos trémulos, contra el forro desgastado del estuche de terciopelo negro. El hombre inclinó la cabeza y murmuró con voz cascada, en español:
-Gracias.
Y sin embargo, yo le respondí en japonés:
-De nada.
Y le dediqué una sonrisa cuando abrió sus ojos todo lo que podía, en señal de sorpresa.
No podía recordar el tiempo que hacía que no le daba dinero a nadie. Ni un indigente, ni un artista callejero, pensaba al alejarme de allí. La melodía resonaba como un monótono soniquete en el fondo de mi cabeza, al igual que la otra vez. Recordé que también entonces había dejado dinero, en aquella ocasión en su sombrero, que descansaba contra el sucio suelo de piedra gris. Ahí estaba mi respuesta.
Por algún motivo, mi acto caritativo no me hizo sentirme mejor. Su melodía no dejaba de ser triste, y ese dinero de poco le servía. Sus ojos no iban a mostrarse más alegres.
Y la melodía no iba a dejar de oírse, en mi cabeza.
Estaba disfrutando del corto paseo, escuchando a las personas, sus voces, sus pasos. Las ruedas de sus coches arañando el asfalto. Aunque el inclemente sol dificultara mi visión y perlase mi frente de sudor.
Eran las siete y poco de la tarde en Sevilla.
No había ningún tipo de aire acondicionado en la estación abierta, así que no sentí más alivio que el de la sombra al entrar. No había casi nadie, a pesar de ser viernes. Agradecida ante esta afortunada circunstancia, me dirigí a recargar mi tarjeta del consorcio. La máquina se tragó con rapidez mi billete de diez euros, y esto casi me hizo poner los ojos en blanco.
Pasé al andén. Siete minutos para el próximo tren.
Tomé asiento junto a una mujer de aspecto latino en uno de los frescos bancos, sintiendo el reconfortante peso de mi bolso junto a la cadera. Dentro, cuidadosamente embutido entre mi cartera y un abanico, había un libro de tapas duras y encuadernación negra, de apenas cuatrocientas blancas, rectas y nuevas páginas. Estuve tentada de sacarlo, pero nunca me ha gustado que me interrumpan, y siete minutos es muy poco tiempo.
El tren llegó, chirriando escandalosamente contra las vías. Con un silbido, las dobles puertas se abrieron, y dos o tres personas salieron. Claro, en la primera estación de la línea cero, Ciudad Expo, era de esperar que no hubiera ni un solo asiento ocupado cuando, parsimoniosamente, recorrí el vagón con los ojos. Tomé asiento en un lugar donde pudiese ver bien la trayectoria y la lista de paradas. Crucé las piernas, abrí mi bolsito de piel beige y extraje con mimo mi ejemplar de "Cazadores de sombras", que comencé a leer. Una parte de mi mente registró que un nuevo conductor entraba en la cabina, desde donde solo se veía la sonrosada piel de su coronilla. Oí un zumbido, y el aire acondicionado me hizo exhalar un suspiro satisfecho. Tras un par de pitidos de advertencia, las puertas se cerraron. Chirriando y traqueteando, el Metro de Sevilla se puso en marcha.
No me gustan los transportes públicos. Son lentos, incómodos y me dan sueño. Podía sentir la mirada airada de dos muchachas algo más pequeñas que yo. Cuchicheaban entre ellas, soltando estridentes risitas. No las miré, pero con toda seguridad llevaban su largo pelo lacio, sin gracia y muy largo. Vestirían algo colorido y probablemente corto, enseñando sus ombligos. Shorts y algún tipo de bambas o sandalias repletas de cuentas, eso seguro. E, incongruentemente, un montón de pulseras y cuerdas en ambas muñecas, tintineando, de colores chillones y llamativos.
Les eché un vistazo de reojo y comprobé que no había errado. Lo único que me faltaron fueron las mechas californianas sobre un pelo muy negro y un piercing con forma de aro en la nariz. En mi mente se dibujó la típica imagen de un toro negro sobre un fondo blanco y la palabra "septum", que me recordaba a algo de magia negra leído en algún cuento al azar.
Casi, caaaaaaaasi sonreí antes de volverme a lo mío.
Cuando la voz monocorde de una mujer anunció <<Próxima parada: Puerta de Jerez>> alcé la cabeza, sorprendida. Había mucha gente, demasiada para mi gusto...., aunque para mí siempre sean demasiadas personas, claro está.
Me precipité al exterior, desoyendo el aviso cuando las puertas comenzaron a cerrarse. Después de muchas lentas y exasperantes escaleras mecánicas, salí al exterior.
El sol derramaba su oro líquido sobre la catedral, arrojando sombras en todas direcciones, pronunciando sus complicados esculpidos. Los comercios estaban todos en plena ebullición: cafeterías, heladerías, bares, tiendas de ropa y zapatos... En aquel momento, con todos los extrangeros haciendo fotos a la Torre del Oro, sentados en el Starbuks o paseando entre los carriles del tranvía, Sevilla era la viva imagen de la vida, y de lo que más bonito encontraba del verano.
Me abrí paso a la sombra de los toldos que pude pillar, escuchando todas esas mezclas de ruso, chino, inglés, francés, alemán y vete a saber qué lenguas más. Pelirrojos, rubios, de ojos claros, pieles pecosas u ojos rasgados se confundían con ese acento pronunciado y característico de mi tierra.
Y cuando apenas había avanzado doscientos metros, entre los músicos que pedían limosna por la calle, un lamento se alzó por encima de todo el jaleo veraniego. Ya lo había oído otra vez. Esa misma canción, lastimosa, melancólica, tocó mi corazón, que empezó a trotar como si hubiera estado corriendo.
Mis oídos le localizaron antes que mis ojos. Era un hombre asiático, de unos cuarenta años. Su pelo negro no mostraba canas ni piel algunas, pero su rostro estaba marcado por manchas y profundas líneas de concentración y de sufrimiento. A pesar de la delgadez, se adivinaba una constitución fuerte en sus brazos enjutos y nervudos, en las anchas espaldas. Tocaba un instrumento de fabricación casera, no habría sabido decir qué. Parecía de latón, pequeño como un violín.
Me acerqué a él, hasta detenerme a un paso de su estuche. Sus rasgos me decían que era japonés, también las letras de la carátula de un CD destartalado e que se anunciaba a sí mismo.
Le miré largamente a los ojos, conteniendo un escalofrío. ¿Me reconocerían esos ojos negros y tristes?. La impotencia me pesaba como un ladrillo en el pecho, y lamentando no poder hacer más por él, me incliné y solté un par de monedas, las más grandes que encontraron mis dedos trémulos, contra el forro desgastado del estuche de terciopelo negro. El hombre inclinó la cabeza y murmuró con voz cascada, en español:
-Gracias.
Y sin embargo, yo le respondí en japonés:
-De nada.
Y le dediqué una sonrisa cuando abrió sus ojos todo lo que podía, en señal de sorpresa.
No podía recordar el tiempo que hacía que no le daba dinero a nadie. Ni un indigente, ni un artista callejero, pensaba al alejarme de allí. La melodía resonaba como un monótono soniquete en el fondo de mi cabeza, al igual que la otra vez. Recordé que también entonces había dejado dinero, en aquella ocasión en su sombrero, que descansaba contra el sucio suelo de piedra gris. Ahí estaba mi respuesta.
Por algún motivo, mi acto caritativo no me hizo sentirme mejor. Su melodía no dejaba de ser triste, y ese dinero de poco le servía. Sus ojos no iban a mostrarse más alegres.
Y la melodía no iba a dejar de oírse, en mi cabeza.
miércoles, 17 de julio de 2013
¿Que, qué?
Yo no suelo hacer estas cosas, pero yo creo que ya es el colmo. ¿Queréis hablar de users? Bien, hablemos de users.
Hace unos días me llegó un mensaje de una antigua amiga mía, acerca de mi relación con la persona que me gusta y que, desde hace poco, tiene novia.
¿Y si, por una vez, dejas de criticarme y te pones en mi lugar?
¿Es que porque esté todo el día sonriendo, soy feliz? No salgo. Lo único que hago es cuidar de mi familia, estudiar, eso que se supone que esperan de mí. Pongo todo mi buen humor, mi esfuerzo, mi empeño en que su casa esté limpia y su comida rica, en que mi hermana no trabaje tanto, en que mi madre se encuentre mejor. En que mi hermano y mi padre lleguen del trabajo y tengan un plato caliente delante, y puedan irse a descansar lo antes posible. En que mi madre coma lo suficiente, duerma mejor por las noches, tenga menos preocupaciones. Voy a la farmacia, al ambulatorio, a comprar, a hacer recados. Lo único que hago en mi vida es preocuparme, y callarme, y trabajar por el bienestar de los míos. Escuchar a mis amigas cuando se sienten tristes, aconsejarlas cuando están perdidas, darles un abrazo cuando lo necesiten.
¿Alguien me ha escuchado quejarme? ¿Eh? ¿Se me puede acusar de nada? Pasarme el día en casa, viendo el cielo a través de las ventanas, porque esas chicas que se consideran mis compañeras y amigas no se han acordado de mí a duras penas nada más acabar las clases.
Incluso aunque sea verano, paso la mayor parte del tiempo escribiendo, estudiando algo o leyendo.
No bebo, no fumo, no me drogo.
¿Qué más queréis, Dios mío? ¿Ni siquiera puedo hablar con él? Que no estoy ligando, no le envío mensajes, no le etiqueto en fotos, no le pongo comentarios de buenos días. ¡Que me limito a hablar con él y ya está! Que es la ilusión de cada día, el saber qué tal le va, que me diga alguna vez que me quiere. ¿Eso me vais a quitar? Pues no, coño, lucho por lo que quiero y no me voy a rendir. No me da la gana. ¿Sabéis cuánto espero cada minuto del día para que llegue la hora de conectarme y saludarle? ¿Sabéis cuántas veces al día pienso en que ojalá estuviese a mi lado? Cuando mi madre se agobia y rompe a llorar, cuando hay que hacer malabarismos con dinero, cada vez que el trabajo se me echa encima, cuando estoy totalmente sola, cuando estoy agachada con el trapo en la mano. Mientras mi mente martillea, mi espalda protesta, y mis manos se agrietan por culpa de los productos de limpieza. Cada vez que veo a mi familia entera saturada.
Cada vez que me voy a dormir, y me despierto más cansada todavía.
¿Queréis dejar en paz mi vida, por favor?
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