Entramos en la habitación a trompicones, rompiendo el silencio con nuestras risitas y nuestros jadeos. El ruido queda amortiguado, sin embargo, por lo mullido y lujoso de la decoración: moqueta, cojines por todas partes y pesadas cortinas flanqueando un gran ventanal, o quizá una puerta doble acristalada que de a un balcón, no lo sé, no voy a detenerme a mirarlo ahora... No puedo mirar otra cosa que no sea a él, tan pálido en contraste con el negro de las solapas del traje, sonrojado de champagne y copas y de los besos que nos damos, comiéndonos las bocas con alivio, subiendo poco a poco la temperatura.
Desde que le vi, rodeado de hortensias blancas y rosadas en el Salón de Bodas del ayuntamiento, solo pude pensar dos cosas: uno, lo guapo que estaba con su esmoquin negro, y dos, en las ganas que tenía de liberarle de su bonito envoltorio. Y eso estoy haciendo por fin, tironeando torpemente de la chaqueta mientras tropiezo una y otra vez con la pomposa falda de mi vestido de novia, hasta que noto que dese cansa de mi ansia y toma las riendas como solo él sabe hacer: me da la vuelta con un ademán rápido y comienza por besarme el cuello, sorteando los rizos rebeldes que se han escapado del rígido y floreado moño, todo dientes y labios y saliva mientras va deshaciendo los corchetes (hijos del demonio) del vestido con lentitud agónica. Entre beso y beso susurra una y otra vez que me quiere, me ama y me adora, que estoy preciosa, y las palabras me van llenando de calor, derritiéndose dentro de mí, convirtiendo mis huesos en mantequilla. Me siento blanda y moldeable mientras retira las prendas que me cubren, como en un gran milhojas: el vestido, el cancán, las ligas, las medias, los zapatos peeo-toe de Jimmy Choo (en sueños soy rica), el corsé y las pequeñas braguitas de encaje de La Perla, regalo de mis padres para mi noche de bodas (ellos también son ricos); finalmente, y cuando ya estoy caliente como el infierno mismo, me hace sentarme en el borde de la cama y deshace meticulósamente el intrincado peinado, quitando las horquillas una por una y liberando las ondas informes de su prisión con dedos hábiles. Suspiro, agradecida, rescato una gomilla de Dios-sabe-dónde y me hago una coleta floja mientras le miro a los ojos, cargada de intenciones malignas para con mi recién estrenado marido..., para qué dar más detalles, si todos sabemos lo que significa eso.
Unos 45 minutos después, sudorosos y satisfechos, nos debatimos sobre qué hacer a continuación.
- Deberíamos pedir fresas y champagne al servicio de habitaciones-. Sugiere él
Un ronroneo se escapa de mi garganta.
- Qué rico... Pero bae, no es temporada de fresas.
Deposita un besito distraído sobre mi pelo, del que no hace mucho tironeaba en un puño firme. Solo de acordarme me humedezco de nuevo, pero mi estómago tiene otras ideas y protesta sonoramente.
- Podemos pedir una pizza
- ¿En serio?
- En serio -. Asiente enérgicamente- ¿Telepizza o Domino's?
- Domino's, quiero una de esas de crema y bourbon...
En realidad aún me lo tomo a broma, hasta que me da un par de palmaditas y se levanta, toda su gloriosa desnudez al aire solo para mi deleite. Los hombros redondeados, la espalda grande, los pequeños caracoles que forma el vello rubio de su pecho, el vientre prominente, curvándose hacia el pubis...
Se dirige al baño, de donde regresa envuelto en un esponjoso albornoz de rizo blanco.
- ¿Cómo se llama al servicio de habitaciones?
Le miro incrédula, con una risita
- Creo que para pedir pizza solo necesitamos internet. Anda, dame tu móvil...
Porque en los universos paralelos que se forman en los sueños, el Domino's abre 24 horas. Brindemos por eso en nuestra boda, bae.
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