Han pasado más de tres años y sigo intoxicada de él, pensándole, soñándole, anhelándole, añorándole, necesitándole cada minuto de mi vida y, sobre todo, enamorada hasta los huesos. Ya he asumido que he perdido el juicio, el sentido y la cabeza y sé que haría cualquier cosa que él me pidiera. Le vendería mi alma al diablo por pasar más tiempo a su lado. No me importaría morir mañana, si al menos pudiera pasar mi último día junto a él, sin compartir, solo mío, solo nuestros.
Mierda, es tan agradable ceder el control..., y no hablo solo de mis bragas mojadas solo de pensar en que me mueve en la cama como si fuera una muñeca y me tira del pelo para besarme la garganta mientras me folla desde atrás. Es agradable romper las barreras y llorar, perder la vergüenza poco a poco y babear la almohada cuando duermo, tener hambre o cansarme y ser humana. Es genial abrir mis emociones a alguien sin sentirme ridícula o (muy) culpable, aunque a veces sienta cosas que no comprendo muy bien y no sepa cómo explicarle. Dios, me encanta sentirme comprendida, y arropada, y que me cuide sin imponerme nada más que un abrazo y una lluvia de besos.
Nunca pensé que pudiera sentir esto por nadie, ni siquiera cuando le conocí, ni siquiera cuando empezamos. No sé cuándo dejó de gustarme y estalló esta sensación en mis entrañas al ver su sonrisa, no sé siquiera si se extendió lentamente en mí como mantequilla fundida, calentándome el alma con una emoción inefable que me da ganas de reír y llorar a la vez. No puedo ubicar ese momento en que dejé de preguntarme a dónde íbamos y tuve la total y absoluta certeza, como quien sabe su propio nombre y poco más en la vida, de que moriría aferrándome con mis manos arrugadas, manchadas y osteoartríticas a las suyas, pensando en una maravillosa vida juntos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario