Bajo el sol, en el aire seco e inmóvil, casi olía a verano. Era un día cálido en el que se adivinaban los estertores de una primavera efímera y voluble. Yo no le habría pedido nada más al mundo: en perfecta calma, disfrutando de la perfecta luminosidad del cielo despejado, apoyada en su regazo.
Él pasaba canciones, distraído, un poco sudoroso y supongo que muy lejos de mi estado extático. La verdad es que me cansaba pasar el día bajo techo, alumbrada únicamente por luces artificiales, y para mantenerme animada procuraba disfrutar del buen tiempo todo lo que me permitiese mi horario. Lo siento, bae.
Lo mejor vino cuando una melodía lenta y sensual interrumpió el flujo de canciones y él comenzó a cantar, sin mirarme, con el pelo refulgiendo como el bronce y los ojos más verdes que nunca. Por dios, por poco no me ahogo en los latidos de mi corazón desaforado, que impulsaba sangre muy al sur de mi cuerpo, en una reacción tan instintiva y visceral que casi hizo que me sintiese avergonzada.
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