viernes, 17 de febrero de 2017

Nostalgia repetitiva.

Regresemos durante cinco minutos al dulzor ácido de la panna cotta o el ardor del limoncello, observar las eternas hebras de queso de una calzone de Gallina Bianca, subir escalones y cuestas por el monte Capitolino hasta que me ardan los pulmones. Ojalá volver a observar la ciudad desde la cúpula más alta y grandiosa del mundo. Quiero volver a memorizar cada curva en una escultura de Miguel Ángel o Bernini, asombrarme bajo el encanto de la ciudad más artística del mundo, quiero otro atardecer reflejado en el Tíber y mil helados más en Piazza Navona, en los escalones de Sant'Agnese in Agone. Quiero perderme en los jardines de Villa Borghese, escuchando a aquel señor que con el acordeón tocaba conocidas melodías de Beethoven y Bach, y un risotto de Montecarlo después. Anhelo la luz de los focos resbalando sobre el mármol del Moisés, el agua dibujando sinuosas ondas por las noches sobre el cuerpo en tensión de Neptuno y los hipocampos de la Fontana di Trevi y el juego de luces y sombras de las columnas exentas. Extraño todo de Roma, hasta el cansancio satisfecho de tomarse una Moretti, refugiándonos de las repentinas tormentas de verano que nos sorprendían por doquier.

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